jueves, 2 de octubre de 2014

Lucía y el sexo





Lucía y el sexo es la historia de una geometría imposible que moldea los vértices de un triángulo pasional hasta conseguir el milagro de un círculo mágico de amor.  Historias escalonadas en el tiempo y en el espacio, unidas por el hilo invisible de un destino común a orillas del Mediterráneo. En Lucía y el sexo, Julio Medem, como ya hiciera en Los Amantes del Círculo Polar, vuelve al juego poético de hacer del tiempo un protagonista recurrente e imprevisible, que sólo al final muestra el truco de su geografía circular para que nos venga de golpe, como una revelación, el sentido último de la película.



Julio Medem ha conseguido que la mirada oscura y cálida de Lucía (Paz Vega) haya logrado un escaño vitalicio en nuestra memoria. Lucía da su cuerpo como una ofrenda, sus piernas – como antes hicieran las de Elena (Nawja Nimri) - se abren a Lorenzo (Tristán Ulloa) para hacerse manadero de amor; y esa entrega sexual es hilo conductor y telón de fondo que abarca y abraza toda la película, quizá en ocasiones con una presencia excesiva, con el peligro que eso encierra de echar a barato ese hontanar de vida que es el sexo.


En uno de los momentos más intensos de la película, Lucía le dice a Lorenzo: “Me voy a morir de tanto amor”, y estas palabras son un triple salto mortal sin red para una actriz, porque de su saber interpretativo depende que una frase así resulte ridícula o se agarre con los cinco dedos al corazón. Ahí está el mérito de Paz Vega, que consigue en siete palabras hacer del amor una madreselva de la muerte y viceversa. Y ésta es fórmula que no falla.

La muerte jalona la película y crea con su filo de horror la intensidad dramática justa: en la desaparición presunta de Lorenzo, en las fauces de un Rotweiller, o en la metáfora de un agujero negro en un acantilado. La muerte provoca en los protagonistas una huida atroz hacia un entierro de luz en una Isla, convertida por el pasado de cada uno de ellos, en una Isla del Tesoro, y donde se levanta y cae el telón del metraje.

En ese trasiego de presencias y de ausencias de los tres personajes principales - que es el armazón de la película- aparecen, como por casualidad, varios secundarios de lujo: Pepe (Javier Cámara) que es el amigo - y casi madre- de Lorenzo; Carlos /Antonio (Daniel Freire) y Belén (Elena Anaya), vértices a su vez de otro triángulo de deseo que corre en paralelo, y que ofrecen el canto de sirena de su carnalidad brutal a los protagonistas para hacer más creíble la historia, y curvar de manera casi perfecta el círculo del guión.

A lo largo de la película, Lorenzo escribe a Elena un cuento por entregas aprovechando el anonimato del correo electrónico, y en la hechura de ese cuento corre el espinazo de la historia, como una serpiente intermitente y huidiza. Dos frases mágicas: “La primera ventaja es que cuando el cuento llega al final no se acaba” y “La segunda ventaja y la más grande, es que desde aquí se le puede cambiar el rumbo, si tú me dejas, si me das tiempo”; dos frases que amojonan el devenir de la película y que ilustran el buen hacer del guionista.
 
Lucía y el Sexo es una película de alto voltaje erótico que esconde, bajo tanta carne joven y viva, una bellísima historia de amor a tres bandas. Julio Medem ha venido para hacer de nuevo el milagro de la pantalla grande, que multiplica panes y sueños, y lo ha hecho  con sus juegos malabares, danzando simultáneamente tres antorchas encendidas: la vida, el amor y la muerte. Las tres heridas de Miguel Hernández. Que vuelva pronto.


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