Lucía y el sexo es la historia
de una geometría imposible que moldea los vértices de un triángulo pasional
hasta conseguir el milagro de un círculo mágico de amor. Historias escalonadas en el tiempo y en el
espacio, unidas por el hilo invisible de un destino común a orillas del
Mediterráneo. En Lucía y el sexo, Julio Medem, como ya hiciera en Los Amantes
del Círculo Polar, vuelve al juego poético de hacer del tiempo un protagonista
recurrente e imprevisible, que sólo al final muestra el truco de su geografía
circular para que nos venga de golpe, como una revelación, el sentido último de
la película.
Julio Medem ha conseguido que
la mirada oscura y cálida de Lucía (Paz Vega) haya logrado un escaño vitalicio
en nuestra memoria. Lucía da su cuerpo como una ofrenda, sus piernas – como
antes hicieran las de Elena (Nawja Nimri) - se abren a Lorenzo (Tristán Ulloa)
para hacerse manadero de amor; y esa entrega sexual es hilo conductor y telón
de fondo que abarca y abraza toda la película, quizá en ocasiones con una
presencia excesiva, con el peligro que eso encierra de echar a barato ese
hontanar de vida que es el sexo.
En uno de los momentos más
intensos de la película, Lucía le dice a Lorenzo: “Me voy a morir de tanto
amor”, y estas palabras son un triple salto mortal sin red para una actriz,
porque de su saber interpretativo depende que una frase así resulte ridícula o
se agarre con los cinco dedos al corazón. Ahí está el mérito de Paz Vega, que
consigue en siete palabras hacer del amor una madreselva de la muerte y
viceversa. Y ésta es fórmula que no falla.
La muerte jalona la película y
crea con su filo de horror la intensidad dramática justa: en la desaparición
presunta de Lorenzo, en las fauces de un Rotweiller, o en la metáfora de un
agujero negro en un acantilado. La muerte provoca en los protagonistas una
huida atroz hacia un entierro de luz en una Isla, convertida por el pasado de
cada uno de ellos, en una Isla del Tesoro, y donde se levanta y cae el telón
del metraje.
En ese trasiego de presencias y
de ausencias de los tres personajes principales - que es el armazón de la
película- aparecen, como por casualidad, varios secundarios de lujo: Pepe
(Javier Cámara) que es el amigo - y casi madre- de Lorenzo; Carlos /Antonio
(Daniel Freire) y Belén (Elena Anaya), vértices a su vez de otro triángulo de
deseo que corre en paralelo, y que ofrecen el canto de sirena de su carnalidad
brutal a los protagonistas para hacer más creíble la historia, y curvar de manera
casi perfecta el círculo del guión.
A lo largo de la película,
Lorenzo escribe a Elena un cuento por entregas aprovechando el anonimato del
correo electrónico, y en la hechura de ese cuento corre el espinazo de la
historia, como una serpiente intermitente y huidiza. Dos frases mágicas: “La
primera ventaja es que cuando el cuento llega al final no se acaba” y “La
segunda ventaja y la más grande, es que desde aquí se le puede cambiar el
rumbo, si tú me dejas, si me das tiempo”; dos frases que amojonan el devenir de
la película y que ilustran el buen hacer del guionista.
Lucía y el Sexo es una película
de alto voltaje erótico que esconde, bajo tanta carne joven y viva, una
bellísima historia de amor a tres bandas. Julio Medem ha venido para hacer de
nuevo el milagro de la pantalla grande, que multiplica panes y sueños, y lo ha
hecho con sus juegos malabares, danzando
simultáneamente tres antorchas encendidas: la vida, el amor y la muerte. Las
tres heridas de Miguel Hernández. Que vuelva pronto.
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