viernes, 3 de octubre de 2014

Deliciosa Martha



 

 “Deliciosa Martha” es una película para ir con el estómago lleno y con hambre de cine. La mano de Sandra Nettelbeck, su directora y guionista, ha ligado una salsa lírica con el punto justo de ternura, sirviéndose de ingredientes tradicionales como el amor, la soledad y la muerte, salpimentados con una pizca de humor y unas gotas del vinagre dulce del deseo.



Martha (Martina Gedeck) es el chef de un prestigioso restaurante francés de Hamburgo, que reparte su tiempo entre las sartenes y el diván de su terapeuta, y que amordaza su soledad con el mandil blanco de cocinar. Martha viene y va del restaurante a su casa en una rutina de marea báltica, con la mirada aburrida de los adultos que suben al caballo de madera de un tiovivo. Su vida tiene el color gris del puerto de Hamburgo y un fluir lento, como de agua cansada. Toda esta frágil arboladura cruje cuando la muerte de su hermana en un accidente de tráfico –“Azul”, “El hada inocente”, “Todo sobre mi madre”, etc.- deja en sus brazos a Lina (Maxime Foerste), su sobrina de ocho años. De la muerte le llega a Martha una maternidad sobrevenida y provisoria; y de la mano de la propietaria del restaurante, un excéntrico cocinero italiano como segundo de a bordo. El triángulo está servido.

Nada ocurre en “Deliciosa Martha” al margen de la cocina, pues en los fogones del restaurante se encuentra el escenario que alimenta toda la película, el centro de la tela de araña del guión por el que Martina Gedeck pasea sus ocho patas con una perfección silenciosa. Su interpretación está muy lejos de cualquier histrionismo; el dolor y la alegría de Martha son sobrias, muy alemanas, y es que Martina Gedeck guarda el Secreto del Gesto Mínimo, que muy pocos actores conocen y que les permite, con una simple mirada, hacernos temblar de dolor, de alegría, o de amor, según proceda. Junto a ella, Sergio Castelito en el papel de Mario, el cocinero italiano que trae en una mano un poco de Mediterráneo a la cocina, y en la otra, un fanal erótico para alumbrar el metraje de la película con un deseo apenas susurrado en dos besos: uno que no llega a dar y otro que tiene un sabor a anís estrellado como para despertar Bellas Durmientes. 



Martha cocina por la misma razón por la que otros escriben versos o pintan cuadros: para dar suelta a las palomas que la habitan, para comunicarse con el prójimo anónimo que espera detrás de la puerta de la cocina. Y eso lo transmite la película –ahí uno de sus grandes méritos-, y lo hace con la ayuda de unos secundarios de primaria importancia, pues son el espinazo que da sustancia al caldo del guión: como el terapeuta, que intenta ir -sin conseguirlo- más allá de la obsesión culinaria de la protagonista; o el vecino de abajo, con quien no termina de encontrarse; y, sobre todo, Lina, la sobrina huérfana, a quien Martha trata de rescatar de la ciénaga de su dolor, que protagoniza una de las mejores escenas de la película cuando abre la granada todavía verde de su infancia para confesar a Martha que empieza a olvidar la cara de su madre.

Mención aparte merece el andamiaje fotográfico -bodegones cuajados de armonía, una boca tensa de deseo, el frío azul y liberador de una cámara frigorífica-; y la música, que sabe llevar la tristeza de Martha en cada nota del piano y la luz de Italia a la cocina en la voz de tabaco de Leonard Cohen.


 “Deliciosa Martha” es una película divertida, triste, trágica, alentadora; que recomiendo especialmente a los gastrónomos del séptimo arte que quieran ver qué se cuece en el cine alemán. Lástima que en su recta final, su directora y guionista haya optado por un postre que es el de siempre, y no se haya arriesgado a estrellar la tarta en lugar de escribir sobre ella un “Happy End” de nata montada. 

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