Un galgo es un golpe de viento, una flecha mamífera, un
leopardo vestido de perro. La leche de las galgas amamanta halcones de cuatro
patas, morro afilado y mirar inocente. Pocas cosas hay tan bellas como un galgo
en carrera. Pocas formas de caza existen tan deportivas y tan primitivas como
la caza de la liebre con galgos.
Sin embargo, sobre el pecho de atleta de estos
animales brilla una medalla cuyo revés es de fango, porque la velocidad que le
lleva en volandas a la gloria, le arrastra, cuando le falta, a una ciénaga de
olvido o al áspero abrazo de esparto de una soga al cuello. Un galgo mediocre o
viejo es un candidato firme al abandono o a la muerte. A diferencia de lo que
ocurre con los perros de muestra o de rastro, la manga para los galgos es muy
estrecha, y los afeites que reciben los campeones, se vuelven ortigas para los
que no dan la talla en los labrados o en los páramos.
Conste aquí mi respeto por los muchos galgueros que
miman a sus animales no sólo en su primavera de oros veloces, sino también en
el otoño y en el invierno de sus velas sin viento. Puestos a acusar recibos,
figure también mi desprecio más amargo hacia todos los que explotan la juventud
veloz de estos animales de mirada de azúcar para hacer carne de liebre cortando
la alambrada de las vedas, para furtivear los cotos y después darles el
paseíllo de abandono o de muerte, cuando ya no valen, cuando no les queda más
que dar.
Todos los perros abandonados son un problema para
los cotos, pero si el errante es un galgo, el problema se hace doble, porque aunque cojo o viejo, a este animal
hecho de viento le sobran patas para cazar conejos jóvenes o diezmar los
perdigones sin picardear de un bando de perdices. Estos perros sin suerte
campean en la mayoría de los casos - sin saberlo - por el corredor de la
muerte, y ni el mismísimo ex gobernador de Tejas sería capaz de conmutarles la
condena, porque muchos guardas de cotos han echado callo en el alma y disparan
sobre ellos como si fueran dianas de cartón. Y no lo son.
Ya sé que las alternativas no son fáciles, que a
estos animales no hay forma de acercarse, porque la vida les ha vuelto
huidizos, comidos de un miedo que les galopa la sangre en su corazón de perro
apaleado, de perro sin dueño. Soledad de perro. Sería necesaria una paciencia
de caracol en hora punta, un corazón tan grande como el suyo, para traerlos a
nuestro lado, para gestionar su jubilación a la vera de alguien a quien le
baste su porte de anciano corredor, su hechura de atleta mediocre con ojos de
pan ácimo y mano mendiga.
Quizá yo sea un cazador con alma de Cenicienta, pero
sé de mis límites, de mi absoluta incapacidad para disparar entre los ojos
grandes y mansos de un animal a quien el hombre ha traicionado. Si consigo con
este artículo que un solo dedo se paralice sobre el gatillo, que una sola mano
se niegue a hacer el nudo de las sogas, ya me sentiré más que pagado. Hoy no
quiero ver cómo las hojas secas de estas palabras se las lleva el viento,
probablemente el mismo que habita en el corazón de los galgos.
La vida tiene
ironías que duelen como un disparo.
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