martes, 6 de enero de 2015

Galgos: perros de viento y olvido



Un galgo es un golpe de viento, una flecha mamífera, un leopardo vestido de perro. La leche de las galgas amamanta halcones de cuatro patas, morro afilado y mirar inocente. Pocas cosas hay tan bellas como un galgo en carrera. Pocas formas de caza existen tan deportivas y tan primitivas como la caza de la liebre con galgos.


 Sin embargo, sobre el pecho de atleta de estos animales brilla una medalla cuyo revés es de fango, porque la velocidad que le lleva en volandas a la gloria, le arrastra, cuando le falta, a una ciénaga de olvido o al áspero abrazo de esparto de una soga al cuello. Un galgo mediocre o viejo es un candidato firme al abandono o a la muerte. A diferencia de lo que ocurre con los perros de muestra o de rastro, la manga para los galgos es muy estrecha, y los afeites que reciben los campeones, se vuelven ortigas para los que no dan la talla en los labrados o en los páramos.



Conste aquí mi respeto por los muchos galgueros que miman a sus animales no sólo en su primavera de oros veloces, sino también en el otoño y en el invierno de sus velas sin viento. Puestos a acusar recibos, figure también mi desprecio más amargo hacia todos los que explotan la juventud veloz de estos animales de mirada de azúcar para hacer carne de liebre cortando la alambrada de las vedas, para furtivear los cotos y después darles el paseíllo de abandono o de muerte, cuando ya no valen, cuando no les queda más que dar.



Todos los perros abandonados son un problema para los cotos, pero si el errante es un galgo, el problema se hace doble,  porque aunque cojo o viejo, a este animal hecho de viento le sobran patas para cazar conejos jóvenes o diezmar los perdigones sin picardear de un bando de perdices. Estos perros sin suerte campean en la mayoría de los casos - sin saberlo - por el corredor de la muerte, y ni el mismísimo ex gobernador de Tejas sería capaz de conmutarles la condena, porque muchos guardas de cotos han echado callo en el alma y disparan sobre ellos como si fueran dianas de cartón. Y no lo son.



Ya sé que las alternativas no son fáciles, que a estos animales no hay forma de acercarse, porque la vida les ha vuelto huidizos, comidos de un miedo que les galopa la sangre en su corazón de perro apaleado, de perro sin dueño. Soledad de perro. Sería necesaria una paciencia de caracol en hora punta, un corazón tan grande como el suyo, para traerlos a nuestro lado, para gestionar su jubilación a la vera de alguien a quien le baste su porte de anciano corredor, su hechura de atleta mediocre con ojos de pan ácimo y mano mendiga.



Quizá yo sea un cazador con alma de Cenicienta, pero sé de mis límites, de mi absoluta incapacidad para disparar entre los ojos grandes y mansos de un animal a quien el hombre ha traicionado. Si consigo con este artículo que un solo dedo se paralice sobre el gatillo, que una sola mano se niegue a hacer el nudo de las sogas, ya me sentiré más que pagado. Hoy no quiero ver cómo las hojas secas de estas palabras se las lleva el viento, probablemente el mismo que habita en el corazón de los galgos.



 La vida tiene ironías que duelen como un disparo.


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