miércoles, 28 de enero de 2015

Galgos y manzanas



En la hechura de los galgos hay mucho de viento, como si el aire les habitara los huesos, a modo de pájaros. Sus patas tienen un no sé qué de alas frustradas, condenadas a volar a ras de páramo y barbecho en un vuelo que nunca termina de despegar, quizá sea porque el de las liebres tampoco lo hace. La sombra de los galgos – que corre tanto como ellos - tiene forma de neblí pues a la galga primera la preñó un halcón volantón que andaba enamoriscado de sus curvas de viento mamífero. A estos perros la velocidad les sustancia la vida; y también se la quita, cuando les falta.

Las galgas de competición tienen nombre de yeguas. Veo sus músculos cubiertos por una mantilla, como un echarpe aristocrático, mantón real en el reino de los galgos convertido en el premio a una gloria que ellas no buscaron porque los galgos corren porque así se lo exige su sangre, no por fidelidad a quien en ese momento les sujeta del collar para la foto y para la historia.



Pero esa pañoleta de triunfo que cubre el lomo de las galgos campeones se hace soga de esparto en el cuello de demasiados galgos que dan su primer trago a la miel amarga de la vejez; también en el de aquellos que enferman o no tienen más talento que el de su mediocridad a la hora de galopar baldíos.   



De nada sirve que muchos cazadores cuiden a sus animales con afeites de marqueses, si una parte suficientemente  significativa de los que practican este noble arte de cazar sólo con perros tiene las manos tan disponibles para los nudos corredizos. Estos expertos del macabro dogal también son cazadores, no hay que olvidarlo. La pena es que no haya justicia para que las sogas les quemen las manos, para que el ahoguío también les apriete un poco la nuez. No caerá esa breva. En el cesto de manzanas también hay sitio para las podridas.




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