En la hechura de los galgos hay mucho de viento, como
si el aire les habitara los huesos, a modo de pájaros. Sus patas tienen un no
sé qué de alas frustradas, condenadas a volar a ras de páramo y barbecho en un
vuelo que nunca termina de despegar, quizá sea porque el de las liebres tampoco
lo hace. La sombra de los galgos – que corre tanto como ellos - tiene forma de
neblí pues a la galga primera la preñó un halcón volantón que andaba
enamoriscado de sus curvas de viento mamífero. A estos perros la velocidad les
sustancia la vida; y también se la quita, cuando les falta.
Las galgas de competición tienen nombre de yeguas.
Veo sus músculos cubiertos por una mantilla, como un echarpe aristocrático,
mantón real en el reino de los galgos convertido en el premio a una gloria que
ellas no buscaron porque los galgos corren porque así se lo exige su sangre, no
por fidelidad a quien en ese momento les sujeta del collar para la foto y para
la historia.
Pero esa pañoleta de triunfo que cubre el lomo de
las galgos campeones se hace soga de esparto en el cuello de demasiados galgos
que dan su primer trago a la miel amarga de la vejez; también en el de aquellos
que enferman o no tienen más talento que el de su mediocridad a la hora de
galopar baldíos.
De nada sirve que muchos cazadores cuiden a sus
animales con afeites de marqueses, si una parte suficientemente significativa de los que practican este noble
arte de cazar sólo con perros tiene las manos tan disponibles para los nudos
corredizos. Estos expertos del macabro dogal también son cazadores, no hay que
olvidarlo. La pena es que no haya justicia para que las sogas les quemen las
manos, para que el ahoguío también les apriete un poco la nuez. No caerá esa
breva. En el cesto de manzanas también hay sitio para las podridas.
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