Homo
homini lupus. Plauto (Asinaria, 495)
Comienzo estas líneas pocas horas
después de los atentados de Madrid del 11 de marzo de 2004. La matanza está
hecha y la sangre seca e inútil de muchos cadáveres no hay forma ni ganas de
borrarla del recuerdo. La rabia y el dolor son ahora el único argumento. Un río
de odio comienza a correr por las calles de la ciudad; es la gota fría que
viene de la muerte. Los lobos del terror han reventado trenes para sembrar los
andenes con flores de sangre.
Las manos se crispan buscando al cuello culpable, nos acordamos de nuestros colmillos y se acera la mirada que ya va buscando venganza. Son horas en las que al barco del Estado de Derecho le crujen las cuadernas bajo la galerna insoportable del ojo por ojo. Mantener la calma para evitar el naufragio, ésa es la consigna que susurra la Ley.
Las manos se crispan buscando al cuello culpable, nos acordamos de nuestros colmillos y se acera la mirada que ya va buscando venganza. Son horas en las que al barco del Estado de Derecho le crujen las cuadernas bajo la galerna insoportable del ojo por ojo. Mantener la calma para evitar el naufragio, ésa es la consigna que susurra la Ley.
Sin embargo, a pesar de ser el
odio un sentimiento unánime, los cazadores sentimos su llama un tanto más viva,
porque nos pueden las ganas de echarnos al monte de las calles de Madrid y
trazar en ellas las cuerdas y los sopiés, las traviesas y la retranca. Y todos,
al ver el Telediario desde el sillón,
pensamos que sería el momento de desenfundar la escopeta o el rifle y
seguir al postor en silencio hacia los puestos, hasta que cada plaza, cada
carretera, cada piso, cada parque, quedara cubierto; se trataría de cerrar la
mancha de hormigón y de espanto antes de que los lobos del terror se escurran
por algún espesar de asfalto y no haya forma de darles caza.
Las imágenes del llanto se
suceden en la pantalla. El cazador, a lo suyo: los cierres de las carreteras de
salida, los aeropuertos, la estación superviviente de Chamartín; luego las
traviesas infinitas de las calles de la gran ciudad, las vías del Metro, el
laberinto de las alcantarillas. El monte de Madrid listo para la suelta. La
policía y la Guardia Civil a ventear rastros como podencos sagrados, a romper
con ladras de sirenas la pátina de silencio que impone el luto. Todos los
dioses se conjuran en la Salve Montera para que la cacería dé su fruto de
lobos. Hay urgencia en exhibirlos ahorcados en la Plaza Mayor.
Frente al televisor, el cazador
cierra los ojos para escuchar el ruido imperceptible de unas patas que
abandonan el encame. Siente, desde el sofá, que él ha sido el elegido por el
azar para dar muerte a la bestia. El caminar sigiloso del que huye no puede
evitar que las hojas secas crujan y que la rama se parta inoportuna. Al lobo
del terror, al asesino, le come el miedo y comete errores. Busca la querencia
equivocada y el viento no le va a la cara. Va escurriéndose entre jarales de
gente que camina, pasa por el ramaje espeso de los coches atascados, busca las
trochas del anonimato. Las voces de los niños son pájaros asustados a su paso. El cazador – las palabras del locutor en la
televisión cada vez más lejanas – se eriza en el puesto, sabe que es hora de
quitar el seguro y de echarse el rifle a la cara, meter al lobo en el visor y aprovechar una
pausa en su trote para posar la cruz en la cabeza. Después, no queda más que
apretar el gatillo, suave, serenamente.
Sólo entonces el cazador abre los
ojos para regresar al duelo y a los brazos cruzados; para creer que la vida
sigue su derrota a pesar de las hechuras
que gasta la muerte cuando explota en un tren.
Alguien ha apagado el televisor.
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