martes, 7 de abril de 2015

Shah Mat (Jaque mate)




En el año 333 a.c. el ejército macedonio de Alejandro Magno se enfrentó a las tropas persas de Darío III Codomano, muy superior en número de combatientes, en Issos (Siria) derrotándolas gracias a un extraordinario ejercicio de estrategia militar sobre el imaginario damero a orillas del río Pinaro, en el golfo de Issos



Doy un paso. Fin del movimiento en un escaque negro. Silencio, ahora les toca a ellos. Oigo el tropel de uno de sus alfiles correr una diagonal negra y la caída leve de un peón. Los peones están para morir, infantería suicida y atada de pies, como yo: solo un paso posible para las víctimas más fáciles y para la más codiciada.


¡Chaturanga, chaturanga, chaturanga¡ Escucho el grito de guerra del ejército macedonio de Alejandro Magno, sus piezas están enardecidas por la sangre de mi último peón. Las aguas del río Pinaro se llevan la sangre de mis tropas, lavan el tablero con su fluir incesante, como si fuera un viento que aleja la tormenta para traer otra peor. Ahí está uno de mis caballos, inerte, caído como un héroe; mis torres generales desvencijadas y mis valientes peones con el pecho abierto por la espada cruel de los alfiles Hefestion y Bagoas.



No puedo huir, cuando la partida comienza uno de los reyes debe morir, ni Alejandro Magno, ni yo, Darío III, rey de Persia, hubiéramos aceptado jamás el agua tibia de unas tablas, la mansedumbre de un empate. Ahora mi final se acerca, las tropas de Alejandro piafan de furia, como su caballo Bucéfalo, que ondea sus crines como una bandera de victoria, con el cuello arrebolado por la sangre de mi último alfil que todavía rehíla de muerte bajo sus cascos. Ellos me buscan a mí, el chaturanga no acaba hasta que el rey cae. Alejandro Magno maneja las piezas del tablero con la misma maestría con que se gana el corazón de los suyos, el tacto de su mano unge con un óleo de fe ciega a los peones; los caballos comen de su mano; las torres guardan sus espaldas plegándose a sus deseos con la docilidad de un guante, y sus alfiles, ¡ay¡ Sus alfiles...



Alejandro aprendió muy bien las lecciones que cuando era niño le enseñó Aristóteles, su presencia arrulla y salvaguarda, mitad padre y mitad amante; sus manos lo mismo acarician una espalda que la abren en dos para que se seque al sol. Por eso no dudó en sofocar la rebelión de Tebas hasta convertir a todos sus habitantes en esclavos, y sin embargo, perdonó a Atenas el mismo delito sin ninguna represalia. Juega con el premio y el castigo haciendo malabares con cuchillos de doble filo, no sé qué suerte de destino le aguarda para que nunca se haya cortado las manos. Con sólo veintitrés años, este hombre de piel adolescente y mirada temeraria arrasó en la batalla de Gránico, y está consiguiendo, en Issos, que el río Pinaro se abra en dos para tragarse a mi ejército.



La ciudad de Issos, en la llanura entre Gaugamela y Arbela, cerca de las ruinas de Nínive, quedará para siempre en mi memoria. Busqué la espalda del ejército enemigo gracias al paso secreto de las Puertas Amanníes, entré en Issos y dispuse mis piezas a orillas del río para la partida. Persia estaba en juego y yo había conseguido hacer el primer movimiento, pero el ejército enemigo abrió su caballería negra a los flancos y dejó en el centro del tablero al grueso de la infantería, a los perros guardianes de sus alfiles y a la artillería de torres rodantes. Aquel movimiento fuera de escuelas desconcertó a mis tropas que se vieron desbordadas por un despliegue concéntrico y envolvente. Pronto los movimientos de mis peones blancos eran remedados por otros de una eficacia letal por las figuras negras que más que nunca fueron sombra oscura de muerte. En el centro de aquel torbellino ordenado de movimientos consecutivos, una figura esparcía las semillas de su victoria sembrando de piezas caídas el tablero: la alferza Bactria Roxana.



Bactria Roxana, la esposa de Alejandro Magno, recorre con su belleza ágil y deslizante diagonales y horizontales tiñendo los escaques de la muerte blanca de mis piezas. La reina Roxana tiene la llave del imperio en su vientre -surco abierto a la semilla del gran rey- y tarde o temprano le dará a Alejandro el fruto regenerado de un nuevo hijo. Bactria Roxana ha ido tejiendo una red invisible en torno a Alejandro como una araña sabia en un desván, sacando del vértice de su sexo el hilo invisible que noche a noche teje en torno a su rey. Bactria Roxana se pega a Alejandro en las batallas hecha una viuda negra y precoz, cruzando rauda diagonales y rectas para que nadie se acerque a su tesoro. Dicen que fue durante una batalla cuando dejó de latir el corazón del pequeño que habitaba su vientre: el niño nació muerto y su muerte llenó de flores secas el corazón de Roxana, que quedó a la deriva, como un violín flotando en un estanque. Desde entonces, un mal viento se cobija en su mirada y durante las partidas nunca altera su gesto, ni ante la agonía del enemigo, ni sobre el olor espeso de la sangre negra de sus compañeros de tablero.


Roxana ha olvidado su sonrisa como olvidó su niñez, al nacimiento sin latidos de su hijo se une la sospecha de que otra mujer ha entrado en el corazón de Alejandro: mi hija Barsine Stateira, que siempre me acompaña en las batallas convertida en la reina blanca del ejército persa. Alejandro sabe que su matrimonio con Barsine legitimaría para siempre su poder sobre Persia, por eso todo el afán de Roxana durante la partida ha sido conseguir una línea recta o una diagonal franca de obstáculos que le permita caer sobre Barsine para rodearla con sus ocho patas de muerte y darle el veneno que sus celos de loba destilaron gota a gota en sus noches de insomnio. Ha jurado la muerte de Barsine sobre el cadáver de su hijo y sé que tarde o temprano cumplirá su promesa.



Roxana sabe muy bien proteger a su rey, es consciente de que su belleza mata tanto como la libertad de sus movimientos de reina en el tablero. Antes de Barsine, jamás tuvo celos de otras mujeres, sabía que Alejandro entraba tarde o temprano en su lecho, que ella era la referencia en cada amanecer, que en las noches de luna, Alejandro venía a buscarla para llevársela sobre Bucéfalo a un tablero desierto sólo por verla deslizarse desnuda frente a él, haciendo movimientos diagonales y horizontales con una rapidez elástica de estrella fugaz, para terminar abriéndose sobre la noche blanca y negra del tablero como una ofrenda de ébano a su rey amante y enardecido de luna.



A Roxana nunca le importó demasiado que el alfil Hefestion y Alejandro fueran amantes. El macedonio Hefestion estaba enamorado de Alejandro desde que era un adolescente. Fue nombrado alfil por Alejandro cuando tenía sólo quince años, era el alfil más joven de los tableros, y desde entonces siempre ha estado junto a él durante las partidas. Sus movimientos temerarios en las diagonales negras eran conocidos más allá de Persia y de Grecia. En alguna ocasión había salvado la vida de Alejandro, por eso, Roxana prefería mantenerlo a su lado que alejarlo, aún a sabiendas del precio que tendría que pagar. Después de cada combate, es decir, después de cada victoria, Hefestion buscaba la tienda de Alejandro y todo el mundo sabía, incluso Roxana, que nadie podía molestarles. Allí, Hefestion desnudaba a Alejandro para embadurnarlo lentamente con la miel que hacía traer de las colmenas de la isla de Hydra, cerca de la costa de Atenas, y lamía el cuerpo del rey guerrero con una devoción de abeja enamorada. Alejandro y Hefestion repetían invariablemente su ritual después de cada combate, era una ofrenda azucarada a algún dios que protegía en los combates la arrogancia imparable de su juventud.



Después de Hefestion vino Bagoas, el otro alfil de Alejandro Magno. Bagoas fue un eunuco persa a mi servicio. Su belleza adolescente parecía haberse parado en el tiempo, como una rosa de los siglos; durante años ocupó un lugar en mi servicio y en mi cama. Bagoas era dócil, lampiño y siempre tenía la sonrisa abierta al que quisiera gozar de él. Hace años fue capturado por los macedonios. Alejandro Magno no pudo resistir la belleza efeba de su boca, ni su manera insinuante de bailar, cuando, llevado por el ritmo de los tambores, parecía marcharse a algún lugar lejano donde olvidaba su condición de castrado y de esclavo, y movía sus brazos y sus piernas como velas llenas de un viento cálido del sur. Bagoas se enamoró perdidamente de su captor y su entrega fue tan vacía de reservas que consiguió que Alejandro le nombrara, junto a Hefestion, alfil de su ejército. Hefestion toleraba a Bagoas, como toleraba a Roxana, como males necesarios, peajes de amor que consentía con tal de poder compartir en miel las victorias de Alejandro.



Alejandro Magno había muñido en torno a él, un triángulo perfecto de amor y muerte que llenaba su cama de miel y luna y lo convertía en invencible en los tableros blancos y negros de la guerra: en el chaturanga, en el ajedrez de sangre de las batallas. Su reina y sus dos alfiles, las piezas más rápidas y eficaces, estaban imbricados como las escamas de los peces, adunados en el propósito doble de defender a su rey amante y atacar al enemigo. Cada uno sabía su papel en el corazón del rey y en el mosaico blanco y negro del tablero. Mataban y amaban con la misma ciega devoción. Esa cohesión formidable en los movimientos de las piezas más rápidas, se contagiaba al resto de figuras, que se disponían en el juego con una unidad de latido, con la misma armonía de movimientos con que Bagoas hacía florecer su cuerpo cuando bailaba ante el rey.



Cuentan que Alejandro Magno ha bebido la savia del Haoma blanco, el árbol de la inmortalidad que sólo crece en el Alborj, la Montaña Polar de las remotas tierras del este de Persia. Esta leyenda de inmortalidad, que estoy seguro de que él mismo inventó –cómo olvidar su infancia junto a Aristóteles-, fragua en miedo en las tropas enemigas. El miedo es un movimiento en la sombra que favorece al que lo provoca y que consigue precipitar los movimientos del contrario y llenarlos de un légamo de duda que los vuelve torpes, lentos y previsibles. Eso es lo que le ha ocurrido a mi ejército, acorralado ahora contra la cuerda imaginaria del río Pinaro, presa del desorden y del miedo a los movimientos de un rey que ellos creen inmortal.



Es precisamente el miedo y la precipitación la que ha llevado a uno de mis peones a hacer un movimiento en falso para acabar con un peón negro -inútil canto de sirena de la venganza-. El pez moribundo que es mi ejército ha mordido la carnada, ese peón negro sabía que iba a morir por su rey y no dudó en presentarse firme en la cuadrícula blanca. Un torrente imparable de piedras se precipita a lo largo de una horizontal hasta aplastar los ojos abiertos de mi peón que aún jadeaba la sangre de su victoria. La torre sienta en piedra su nueva posición tan solo a cinco casillas de mí, en línea recta. Siento el pálpito de sus cimientos; su pesada arquitectura parece que resplandeciera de sudor; un silencio se apodera del tablero. Estoy en jaque. Trato de adivinar cual de mis piezas puede acudir en mi defensa con menos riesgos. Estoy sin alfiles, sólo me queda un caballo pero fuera de posición; las torres tendrían que consumir un movimiento derribando primero un peón. Antes de que haya podido tomar una decisión, escucho el silbido de seda que hace la diagonal veloz de mi hija y reina Barsine Stateira. Cae sobre la torre que se desploma sobre sus cimientos esparciendo una nube de polvo sobre el tablero. Pasan unos segundos y el viento devuelve la cruda transparencia de la situación: sobre el escaque que ocupaba la torre, mi hija mira frente a frente a Roxana, la reina negra despliega su manto y su mirada se llena del barro de la muerte, va a precipitarse sobre Barsine que la mira arrogante con toda su belleza erguida en la derrota. ¡Chaturanga, chaturanga, chaturanga¡ Se escucha un coro de voces negras. De pronto, desde el fondo del tablero retumba la voz firme de Alejandro Magno ordenando a Roxana mantener la posición. Por primera vez, la reina negra mira con odio a su rey, un vómito de celos crispa sus manos bajo su manto y apenas puede sujetar las lágrimas. Alejandro hace un gesto con los brazos y uno de sus peones se coloca junto a mí. “Jaque” susurra su voz de muerto. De un tajo hago rodar su cabeza hasta los pies de Roxana y ocupo su casilla roja de sangre. De nuevo el silencio, sobre mí convergen todas las miradas de la guerra como si fuera la salida de un invisible embudo. Inmóvil en su cuadrícula, mi hija llora de derrota e impotencia, sujeta a unas reglas contra las que nada puede hacer. Sobre el olor a sangre y a sudor, un vaho de miel va llenado el tablero, casi se puede sentir su tacto untoso en el paladar y su presencia se extiende como un rocío almibarado de victoria. En mi espalda siento una presencia. Doy media vuelta para ver los ojos de mi muerte: el sátrapa Besso, convertido en peón negro de Alejandro Magno, hunde su espada en mi pecho. Sólo dos palabras escapan de su boca, dos palabras persas que le llenan la boca de hiel: “Shah Mat”, “el rey ha muerto”. Jaque mate.







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