En el año
333 a.c. el ejército macedonio de Alejandro Magno se enfrentó a las tropas
persas de Darío III Codomano, muy superior en número de combatientes, en Issos
(Siria) derrotándolas gracias a un extraordinario ejercicio de estrategia
militar sobre el imaginario damero a orillas del río Pinaro, en el golfo de
Issos
Doy un paso. Fin del movimiento
en un escaque negro. Silencio, ahora les toca a ellos. Oigo el tropel de uno de
sus alfiles correr una diagonal negra y la caída leve de un peón. Los peones
están para morir, infantería suicida y atada de pies, como yo: solo un paso
posible para las víctimas más fáciles y para la más codiciada.
¡Chaturanga,
chaturanga, chaturanga¡ Escucho el grito de guerra del ejército macedonio de Alejandro
Magno, sus piezas están enardecidas por la sangre de mi último peón. Las aguas
del río Pinaro se llevan la sangre de mis tropas, lavan el tablero con su fluir
incesante, como si fuera un viento que aleja la tormenta para traer otra peor.
Ahí está uno de mis caballos, inerte, caído como un héroe; mis torres generales
desvencijadas y mis valientes peones con el pecho abierto por la espada cruel
de los alfiles Hefestion y Bagoas.
No puedo huir, cuando la
partida comienza uno de los reyes debe morir, ni Alejandro Magno, ni yo, Darío
III, rey de Persia, hubiéramos aceptado jamás el agua tibia de unas tablas, la
mansedumbre de un empate. Ahora mi final se acerca, las tropas de Alejandro
piafan de furia, como su caballo Bucéfalo, que ondea sus crines como una
bandera de victoria, con el cuello arrebolado por la sangre de mi último alfil
que todavía rehíla de muerte bajo sus cascos. Ellos me buscan a mí, el
chaturanga no acaba hasta que el rey cae. Alejandro Magno maneja las piezas del
tablero con la misma maestría con que se gana el corazón de los suyos, el tacto
de su mano unge con un óleo de fe ciega a los peones; los caballos comen de su
mano; las torres guardan sus espaldas plegándose a sus deseos con la docilidad
de un guante, y sus alfiles, ¡ay¡ Sus alfiles...
Alejandro aprendió muy bien las
lecciones que cuando era niño le enseñó Aristóteles, su presencia arrulla y
salvaguarda, mitad padre y mitad amante; sus manos lo mismo acarician una
espalda que la abren en dos para que se seque al sol. Por eso no dudó en
sofocar la rebelión de Tebas hasta convertir a todos sus habitantes en
esclavos, y sin embargo, perdonó a Atenas el mismo delito sin ninguna
represalia. Juega con el premio y el castigo haciendo malabares con cuchillos
de doble filo, no sé qué suerte de destino le aguarda para que nunca se haya
cortado las manos. Con sólo veintitrés años, este hombre de piel adolescente y
mirada temeraria arrasó en la batalla de Gránico, y está consiguiendo, en
Issos, que el río Pinaro se abra en dos para tragarse a mi ejército.
La ciudad de Issos, en la
llanura entre Gaugamela y Arbela, cerca de las ruinas de Nínive, quedará para
siempre en mi memoria. Busqué la espalda del ejército enemigo gracias al paso
secreto de las Puertas Amanníes, entré en Issos y dispuse mis piezas a orillas
del río para la partida. Persia estaba en juego y yo había conseguido hacer el
primer movimiento, pero el ejército enemigo abrió su caballería negra a los
flancos y dejó en el centro del tablero al grueso de la infantería, a los perros
guardianes de sus alfiles y a la artillería de torres rodantes. Aquel
movimiento fuera de escuelas desconcertó a mis tropas que se vieron desbordadas
por un despliegue concéntrico y envolvente. Pronto los movimientos de mis
peones blancos eran remedados por otros de una eficacia letal por las figuras
negras que más que nunca fueron sombra oscura de muerte. En el centro de aquel
torbellino ordenado de movimientos consecutivos, una figura esparcía las semillas
de su victoria sembrando de piezas caídas el tablero: la alferza Bactria
Roxana.
Bactria Roxana, la esposa de
Alejandro Magno, recorre con su belleza ágil y deslizante diagonales y
horizontales tiñendo los escaques de la muerte blanca de mis piezas. La reina
Roxana tiene la llave del imperio en su vientre -surco abierto a la semilla del
gran rey- y tarde o temprano le dará a Alejandro el fruto regenerado de un
nuevo hijo. Bactria Roxana ha ido tejiendo una red invisible en torno a
Alejandro como una araña sabia en un desván, sacando del vértice de su sexo el
hilo invisible que noche a noche teje en torno a su rey. Bactria Roxana se pega
a Alejandro en las batallas hecha una viuda negra y precoz, cruzando rauda
diagonales y rectas para que nadie se acerque a su tesoro. Dicen que fue
durante una batalla cuando dejó de latir el corazón del pequeño que habitaba su
vientre: el niño nació muerto y su muerte llenó de flores secas el corazón de
Roxana, que quedó a la deriva, como un violín flotando en un estanque. Desde
entonces, un mal viento se cobija en su mirada y durante las partidas nunca
altera su gesto, ni ante la agonía del enemigo, ni sobre el olor espeso de la
sangre negra de sus compañeros de tablero.
Roxana ha olvidado su sonrisa
como olvidó su niñez, al nacimiento sin latidos de su hijo se une la sospecha
de que otra mujer ha entrado en el corazón de Alejandro: mi hija Barsine
Stateira, que siempre me acompaña en las batallas convertida en la reina blanca
del ejército persa. Alejandro sabe que su matrimonio con Barsine legitimaría
para siempre su poder sobre Persia, por eso todo el afán de Roxana durante la
partida ha sido conseguir una línea recta o una diagonal franca de obstáculos
que le permita caer sobre Barsine para rodearla con sus ocho patas de muerte y
darle el veneno que sus celos de loba destilaron gota a gota en sus noches de
insomnio. Ha jurado la muerte de Barsine sobre el cadáver de su hijo y sé que
tarde o temprano cumplirá su promesa.
Roxana sabe muy bien proteger a
su rey, es consciente de que su belleza mata tanto como la libertad de sus
movimientos de reina en el tablero. Antes de Barsine, jamás tuvo celos de otras
mujeres, sabía que Alejandro entraba tarde o temprano en su lecho, que ella era
la referencia en cada amanecer, que en las noches de luna, Alejandro venía a
buscarla para llevársela sobre Bucéfalo a un tablero desierto sólo por verla
deslizarse desnuda frente a él, haciendo movimientos diagonales y horizontales
con una rapidez elástica de estrella fugaz, para terminar abriéndose sobre la
noche blanca y negra del tablero como una ofrenda de ébano a su rey amante y
enardecido de luna.
A Roxana nunca le importó
demasiado que el alfil Hefestion y Alejandro fueran amantes. El macedonio
Hefestion estaba enamorado de Alejandro desde que era un adolescente. Fue
nombrado alfil por Alejandro cuando tenía sólo quince años, era el alfil más
joven de los tableros, y desde entonces siempre ha estado junto a él durante
las partidas. Sus movimientos temerarios en las diagonales negras eran
conocidos más allá de Persia y de Grecia. En alguna ocasión había salvado la
vida de Alejandro, por eso, Roxana prefería mantenerlo a su lado que alejarlo,
aún a sabiendas del precio que tendría que pagar. Después de cada combate, es
decir, después de cada victoria, Hefestion buscaba la tienda de Alejandro y
todo el mundo sabía, incluso Roxana, que nadie podía molestarles. Allí,
Hefestion desnudaba a Alejandro para embadurnarlo lentamente con la miel que
hacía traer de las colmenas de la isla de Hydra, cerca de la costa de Atenas, y
lamía el cuerpo del rey guerrero con una devoción de abeja enamorada. Alejandro
y Hefestion repetían invariablemente su ritual después de cada combate, era una
ofrenda azucarada a algún dios que protegía en los combates la arrogancia
imparable de su juventud.
Después de Hefestion vino
Bagoas, el otro alfil de Alejandro Magno. Bagoas fue un eunuco persa a mi
servicio. Su belleza adolescente parecía haberse parado en el tiempo, como una
rosa de los siglos; durante años ocupó un lugar en mi servicio y en mi cama.
Bagoas era dócil, lampiño y siempre tenía la sonrisa abierta al que quisiera
gozar de él. Hace años fue capturado por los macedonios. Alejandro Magno no
pudo resistir la belleza efeba de su boca, ni su manera insinuante de bailar,
cuando, llevado por el ritmo de los tambores, parecía marcharse a algún lugar
lejano donde olvidaba su condición de castrado y de esclavo, y movía sus brazos
y sus piernas como velas llenas de un viento cálido del sur. Bagoas se enamoró
perdidamente de su captor y su entrega fue tan vacía de reservas que consiguió
que Alejandro le nombrara, junto a Hefestion, alfil de su ejército. Hefestion
toleraba a Bagoas, como toleraba a Roxana, como males necesarios, peajes de
amor que consentía con tal de poder compartir en miel las victorias de
Alejandro.
Alejandro Magno había muñido en
torno a él, un triángulo perfecto de amor y muerte que llenaba su cama de miel
y luna y lo convertía en invencible en los tableros blancos y negros de la
guerra: en el chaturanga, en el ajedrez de sangre de las batallas. Su reina y
sus dos alfiles, las piezas más rápidas y eficaces, estaban imbricados como las
escamas de los peces, adunados en el propósito doble de defender a su rey
amante y atacar al enemigo. Cada uno sabía su papel en el corazón del rey y en
el mosaico blanco y negro del tablero. Mataban y amaban con la misma ciega
devoción. Esa cohesión formidable en los movimientos de las piezas más rápidas,
se contagiaba al resto de figuras, que se disponían en el juego con una unidad
de latido, con la misma armonía de movimientos con que Bagoas hacía florecer su
cuerpo cuando bailaba ante el rey.
Cuentan que Alejandro Magno ha
bebido la savia del Haoma blanco, el árbol de la inmortalidad que sólo crece en
el Alborj, la Montaña Polar de las remotas tierras del este de Persia. Esta
leyenda de inmortalidad, que estoy seguro de que él mismo inventó –cómo olvidar
su infancia junto a Aristóteles-, fragua en miedo en las tropas enemigas. El
miedo es un movimiento en la sombra que favorece al que lo provoca y que
consigue precipitar los movimientos del contrario y llenarlos de un légamo de
duda que los vuelve torpes, lentos y previsibles. Eso es lo que le ha ocurrido
a mi ejército, acorralado ahora contra la cuerda imaginaria del río Pinaro,
presa del desorden y del miedo a los movimientos de un rey que ellos creen
inmortal.
Es precisamente el miedo y la
precipitación la que ha llevado a uno de mis peones a hacer un movimiento en
falso para acabar con un peón negro -inútil canto de sirena de la venganza-. El
pez moribundo que es mi ejército ha mordido la carnada, ese peón negro sabía
que iba a morir por su rey y no dudó en presentarse firme en la cuadrícula
blanca. Un torrente imparable de piedras se precipita a lo largo de una
horizontal hasta aplastar los ojos abiertos de mi peón que aún jadeaba la
sangre de su victoria. La torre sienta en piedra su nueva posición tan solo a
cinco casillas de mí, en línea recta. Siento el pálpito de sus cimientos; su
pesada arquitectura parece que resplandeciera de sudor; un silencio se apodera del
tablero. Estoy en jaque. Trato de adivinar cual de mis piezas puede acudir en
mi defensa con menos riesgos. Estoy sin alfiles, sólo me queda un caballo pero
fuera de posición; las torres tendrían que consumir un movimiento derribando
primero un peón. Antes de que haya podido tomar una decisión, escucho el
silbido de seda que hace la diagonal veloz de mi hija y reina Barsine Stateira.
Cae sobre la torre que se desploma sobre sus cimientos esparciendo una nube de
polvo sobre el tablero. Pasan unos segundos y el viento devuelve la cruda
transparencia de la situación: sobre el escaque que ocupaba la torre, mi hija
mira frente a frente a Roxana, la reina negra despliega su manto y su mirada se
llena del barro de la muerte, va a precipitarse sobre Barsine que la mira
arrogante con toda su belleza erguida en la derrota. ¡Chaturanga, chaturanga,
chaturanga¡ Se escucha un coro de voces negras. De pronto, desde el fondo del
tablero retumba la voz firme de Alejandro Magno ordenando a Roxana mantener la
posición. Por primera vez, la reina negra mira con odio a su rey, un vómito de
celos crispa sus manos bajo su manto y apenas puede sujetar las lágrimas.
Alejandro hace un gesto con los brazos y uno de sus peones se coloca junto a
mí. “Jaque” susurra su voz de muerto. De un tajo hago rodar su cabeza hasta los
pies de Roxana y ocupo su casilla roja de sangre. De nuevo el silencio, sobre
mí convergen todas las miradas de la guerra como si fuera la salida de un
invisible embudo. Inmóvil en su cuadrícula, mi hija llora de derrota e
impotencia, sujeta a unas reglas contra las que nada puede hacer. Sobre el olor
a sangre y a sudor, un vaho de miel va llenado el tablero, casi se puede sentir
su tacto untoso en el paladar y su presencia se extiende como un rocío
almibarado de victoria. En mi espalda siento una presencia. Doy media vuelta
para ver los ojos de mi muerte: el sátrapa Besso, convertido en peón negro de
Alejandro Magno, hunde su espada en mi pecho. Sólo dos palabras escapan de su
boca, dos palabras persas que le llenan la boca de hiel: “Shah Mat”, “el rey ha
muerto”. Jaque mate.
No hay comentarios:
Publicar un comentario