Decía Guillermo Cabrera Infante que el mar es otro
tiempo, el tiempo visible, otro reloj.
Esta metáfora tremenda viene muy al caso, primero, porque estas líneas
van de las distintas hechuras que gasta el tiempo para saltar adelante y atrás
en su corriente imparable; y segundo, porque escribo estas líneas un día de
lluvia, a orillas del mar, muy lejos del monte que es el ramaje propio de mis
escritos; y en tales circunstancias – el cielo por fin gris, las olas batiendo
incansable, tenazmente- es inevitable
que el poeta adolescente que alguna vez fuimos nos asalte a punta de navaja
para exigir su parte alícuota del pastel. Habrá, pues, que dejarle hacer.
Después de varios días a orillas del mar, uno
entiende la desazón que tierra adentro siente quien anda acostumbrado a vivir
junto al Gran Azul. Parece mentira que una vastedad de agua pueda hacer tanta
compañía. Sin embargo, esta nostalgia marina, este balancín de melancolía que
son las olas y que ha sido pintado, cantado y escrito hasta la saciedad, tiene
para el cazador una simetría de esparto y chaparra que difícilmente puede ser
entendido por quienes, en el campo, no ponen el pie fuera de los caminos y de
las veredas con los que el hombre lo embrida para domesticarlo. Vengo a decir que
una ola puede no ser muy distinta de una aulaga; un barco en el horizonte tiene
mucho que ver con una viña a la que todavía no se le ha caído el pámpano; y así
sucesivamente, porque la saudade del marinero en tierra es la misma que la del
cazador a orillas del mar, sólo que ésta última da menos juego lírico para el
gran público.
De todos es sabido que la brisa, si viene con olor a
salitre y algas puede desnudarnos por completo y dejarnos con un cubo y una
pala, en cuclillas, junto a un castillo de arena a medio derruir o a medio
levantar, que para el caso es lo mismo. De todos los sentidos, el gusto y, sobre todo, el olfato, son
los vehículos más idóneos para viajar en
el tiempo porque no necesitan del andamiaje de la razón para recrear una
sensación hasta hacerla tan vívida como la original. Hablo del olor de los
rastrojos en las alboradas de agosto, de la pólvora quemada en los cartuchos,
del tufo de las liebres al aviarlas, del deje a tomillo y cuero de las cananas
gastadas, del pimentón de las migas, de la hombría que creímos estrenar con el
primer trago a la bota.
Las raíces de la nostalgia y del deseo se alimentan
de lejanías, el arte de viajar en el tiempo - hacía atrás o hacia delante- y el
talento de hacerlo sin dolor para el viajero, exige manejar las emociones como
si fueran una cola de rata, con el balanceo justo para no quedarse demasiado
corto en el lance o con el aparejo trabado inútilmente a nuestra espalda.
Quiero decir con esto que jugar con las olas puede ser lo mismo que jugar con fuego
porque la nostalgia se hace llanto a la primera de cambio a nada que uno vaya a
la orilla del mar o del monte con las patas un poco aspeadas por la vida. Fuera
de estos casos, nada hay tan placentero como echarse al coleto una bocanada de
jaras o de salitre y emprender un vuelo a una velocidad superior a la de la
luz, rumbo a un futuro hecho a la medida, o directo y sin escalas hacia a la
tierra prometida de la infancia.
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