Si estuviera sobre una cama de
sábanas deshechas todos pensaríamos que está profundamente dormido, pero es
agua y es arena la que cubre su cara de niño muerto. Ese abandono de su cuerpo
no es fruto del sueño sino del agua que sembró de sal marina sus pulmones. En
el vaivén mínimo del mar se repite la historia de espanto que siempre acompaña
al hombre. No aprendemos. Las olas sin fuerza mecen una cuna de agua, el son de
mar es una nana que suena a réquiem. Todo inútil ante esta tragedia repetida. El
agua viene y va mojando su piel blanca y fría; no sabe que la infancia es ese jardín secreto
donde la muerte no debería jugar al escondite.
El niño muerto nos deja con la
boca llena de arena, de agua salada y de vergüenza. Nos señala a todos: a ti, a
ti, a mí… A todos.
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