jueves, 4 de diciembre de 2014

Gargantas y cuchillos



“Otra cosa quiere el puñal. Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre”

El Puñal.- Jorge Luis Borges.

Fotografía: ABC
  
Aparto la mirada de la televisión para no ver el vídeo de las últimas decapitaciones realizadas por integrantes el Estado Islámico (EI) a dieciocho soldados sirios y al cooperante americano Peter Kassig, pero el vídeo me persigue como un mal destino y acabo viéndolo cuando decido escribir estas líneas. En mala hora.
Ojalá no estuviera escribiendo estas palabras, ojalá hubiera elegido otro tema, ojalá pudiera borrar de mis mente esta barbarie para la que no encuentro un sólo adjetivo que se ajuste a la magnitud del espanto. Pero eso no ocurrirá, no lo olvidaré pues la sangre es tinta indeleble por mucho que ésta se derrame, como aquí ha ocurrido, sobre la arena cambiante  y permeable de un desierto. Ahora me siento en la obligación de acabar lo que he comenzado, de dejar aquí testimonio escrito del horror, del delirio brutal del que el hombre es capaz para llegar a ser  protagonista de este disparate.


La ejecución de estos hombres se lleva a cabo de una manera estudiada, con una liturgia propia de los sacrificios humanos de otras épocas. Es una muerte televisada,  un ceremonial que sería profundamente hortera de no ser cierto, en él los tiempos están marcados como debieron estarlo en los sacrificios aztecas en el Templo Mayor de Tenochtitlán. Varias cámaras de distintos ángulos graban la escena, todo listo para subirlo a la Red y teñirla de luto. 


Esos hombres-víctima, vestidos de negro ante la muerte inminente, caminan maniatados y agachados, cada uno al lado de su ejecutor,  se dejan conducir dócilmente al degolladero. Luego se arrodillan, se inclinan y ofrecen su cuello a un cuchillo demasiado pequeño como para hacer su trabajo con rapidez, por muy afilado que esté. Ninguno llora, ninguno grita, ninguno se resiste. Todos ofrecen mansamente la garganta con una aparente serenidad que también he visto en los vídeos de las ejecuciones masivas de judíos durante la Segunda Guerra Mundial cuando, desnudos, se dejaban masacrar al borde de las fosas comunes que ellos mismos habían excavado.


¿Qué clase de horror continuado, de pánico insostenible, de desgarro interior lleva a un hombre a ofrecer esta mansedumbre exterior en los instantes previos a una muerte inminente y violenta? ¿Qué pasa por la cabeza de quien se enfrenta a una muerte cierta, inminente e indescriptiblemente cruel?  


La aceptación de la fatalidad del destino, del carácter irrevocable de la condena, viste de dignidad los movimientos de estos dieciocho soldados sirios y del periodista Peter Kassig. También sus gestos son dignos, no hay muecas histriónicas mientras el cuchillo se abre paso en la garganta. Luego el arroyo de sangre, el “panta rei” que fluye en el lado más oscuro del hombre.


Aparto la mirada del monitor y sujeto una arcada. Paso mi mano por mi garganta y siento firme y privilegiado el cuello que sujeta mi cabeza. Sé que tarde o temprano el cuchillo aparecerá de nuevo - en Roma, en Tacuarembó, en Siria o en Madrid- para cumplir borgianamente la condena eterna de su macabro destino. Sólo espero que el funesto azar no lo convoque cerca de los míos, que sean otros los que pongan el cuello, el corazón o los intestinos para alimentar sus metales. Así de miserable es el hombre.

Pienso en la íntima vergüenza, en el profundo desaliento que la gran mayoría del pueblo árabe debe sentir al ver cómo el Estado Islámico confunde corderos con personas a la hora de degollarlos en nombre de un mismo Dios. Por eso me conmueven profundamente las lágrimas de este hombre árabe que habla, en una entrevista de la televisión iraquí, de los cristianos (perseguidos, violados y masacrados en Irak por el EI) como “nuestra sangre y piel”. Su testimonio es un brutal contrapunto de amor a tanta sangre derramada, a tanta barbarie del fundamentalismo islámico.


Sé que parte del odio que alienta al EI  trae causa de la arrogancia sin límites de Occidente, de su perfil más sórdido y despreciable, ése que necesita del expolio de los más pobres para mantener su sobrepeso. Sé que tampoco tienen la menor justificación los actos de barbarie cometidos por Occidente en países como Irak o Afganistán para mayor gloria del Dios negro que es el petróleo. No niego nuestra parte de culpa, pero no hay pecado que justifique esta macabra “Aid el-Kebir” (la fiesta del Cordero) pues aquí - a diferencia de lo que ocurrió con Abraham cuando, en señal de obediencia ciega a Dios, estaba a punto de sacrificar a su hijo cortándole el cuello- ningún Dios ha venido a última hora para salvar a estos hombres sustituyéndolos por corderos.

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