“Otra cosa quiere el puñal. Es más que una estructura hecha de
metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de
algún modo eterno, el puñal que anoche mató un hombre en Tacuarembó y los
puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre”
El Puñal.- Jorge Luis Borges.
Fotografía: ABC
Aparto la mirada de la televisión
para no ver el vídeo de las últimas decapitaciones realizadas por integrantes
el Estado Islámico (EI) a dieciocho soldados sirios y al cooperante americano
Peter Kassig, pero el vídeo me persigue como un mal destino y acabo viéndolo
cuando decido escribir estas líneas. En mala hora.
Ojalá no estuviera escribiendo estas palabras, ojalá hubiera elegido otro tema, ojalá pudiera borrar de mis mente esta barbarie para la que no encuentro un sólo adjetivo que se ajuste a la magnitud del espanto. Pero eso no ocurrirá, no lo olvidaré pues la sangre es tinta indeleble por mucho que ésta se derrame, como aquí ha ocurrido, sobre la arena cambiante y permeable de un desierto. Ahora me siento en la obligación de acabar lo que he comenzado, de dejar aquí testimonio escrito del horror, del delirio brutal del que el hombre es capaz para llegar a ser protagonista de este disparate.
Ojalá no estuviera escribiendo estas palabras, ojalá hubiera elegido otro tema, ojalá pudiera borrar de mis mente esta barbarie para la que no encuentro un sólo adjetivo que se ajuste a la magnitud del espanto. Pero eso no ocurrirá, no lo olvidaré pues la sangre es tinta indeleble por mucho que ésta se derrame, como aquí ha ocurrido, sobre la arena cambiante y permeable de un desierto. Ahora me siento en la obligación de acabar lo que he comenzado, de dejar aquí testimonio escrito del horror, del delirio brutal del que el hombre es capaz para llegar a ser protagonista de este disparate.
La ejecución de estos hombres se
lleva a cabo de una manera estudiada, con una liturgia propia de los
sacrificios humanos de otras épocas. Es una muerte televisada, un ceremonial que sería profundamente hortera
de no ser cierto, en él los tiempos están marcados como debieron estarlo en los
sacrificios aztecas en el Templo Mayor de Tenochtitlán. Varias cámaras de
distintos ángulos graban la escena, todo listo para subirlo a la Red y teñirla
de luto.
Esos hombres-víctima, vestidos de
negro ante la muerte inminente, caminan maniatados y agachados, cada uno al
lado de su ejecutor, se dejan conducir
dócilmente al degolladero. Luego se arrodillan, se inclinan y ofrecen su cuello
a un cuchillo demasiado pequeño como para hacer su trabajo con rapidez, por muy
afilado que esté. Ninguno llora, ninguno grita, ninguno se resiste. Todos
ofrecen mansamente la garganta con una aparente serenidad que también he visto
en los vídeos de las ejecuciones masivas de judíos durante la Segunda Guerra
Mundial cuando, desnudos, se dejaban masacrar al borde de las fosas comunes que
ellos mismos habían excavado.
¿Qué clase de horror continuado,
de pánico insostenible, de desgarro interior lleva a un hombre a ofrecer esta
mansedumbre exterior en los instantes previos a una muerte inminente y violenta?
¿Qué pasa por la cabeza de quien se enfrenta a una muerte cierta, inminente e indescriptiblemente
cruel?
La aceptación de la fatalidad del
destino, del carácter irrevocable de la condena, viste de dignidad los
movimientos de estos dieciocho soldados sirios y del periodista Peter Kassig.
También sus gestos son dignos, no hay muecas histriónicas mientras el cuchillo
se abre paso en la garganta. Luego el arroyo de sangre, el “panta rei” que
fluye en el lado más oscuro del hombre.
Aparto la mirada del monitor y
sujeto una arcada. Paso mi mano por mi garganta y siento firme y privilegiado el
cuello que sujeta mi cabeza. Sé que tarde o temprano el cuchillo aparecerá de
nuevo - en Roma, en Tacuarembó, en Siria o en Madrid- para cumplir borgianamente
la condena eterna de su macabro destino. Sólo espero que el funesto azar no lo
convoque cerca de los míos, que sean otros los que pongan el cuello, el corazón
o los intestinos para alimentar sus metales. Así de miserable es el hombre.
Pienso en la íntima vergüenza, en
el profundo desaliento que la gran mayoría del pueblo árabe debe sentir al ver cómo
el Estado Islámico confunde corderos con personas a la hora de degollarlos en
nombre de un mismo Dios. Por eso me
conmueven profundamente las lágrimas de este hombre árabe que habla, en una entrevista
de la televisión iraquí, de los cristianos (perseguidos, violados y masacrados en
Irak por el EI) como “nuestra sangre y piel”. Su testimonio es un brutal
contrapunto de amor a tanta sangre derramada, a tanta barbarie del
fundamentalismo islámico.
Sé que parte del odio que alienta
al EI trae causa de la arrogancia sin
límites de Occidente, de su perfil más sórdido y despreciable, ése que necesita
del expolio de los más pobres para mantener su sobrepeso. Sé que tampoco tienen
la menor justificación los actos de barbarie cometidos por Occidente en países como
Irak o Afganistán para mayor gloria del Dios negro que es el petróleo. No niego
nuestra parte de culpa, pero no hay pecado que justifique esta macabra “Aid
el-Kebir” (la fiesta del Cordero) pues aquí - a diferencia de lo que ocurrió
con Abraham cuando, en señal de obediencia ciega a Dios, estaba a punto de sacrificar
a su hijo cortándole el cuello- ningún Dios ha venido a última hora para salvar
a estos hombres sustituyéndolos por corderos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario