sábado, 6 de diciembre de 2014

Somos



Increíblemente

soy también la memoria de una espada

y la de un solitario sol de poniente

que se dispersa en oro, en sombra, en nada. (“La Rosa profunda” J.L. Borges)

No juzgaría fácil averiguar qué oscuros arcanos hacen del hombre de aquí y de ahora – que no come de lo que mata- un cazador. Fuera de evidentes e inextricables razones genéticas, los hechos que llevan al hombre de la mano a la caza son tan diversos como las piedras y tan subjetivos como un atardecer; pues para lo que a uno es llave que abre, es para otro cerrojo, muro o, simplemente, nada. Esta es ley que vale para todos los órdenes de la vida, y la caza, en esto, no hace excepción.


Una prueba evidente de lo que aquí digo son los hermanos de los cazadores. Parecería lógico pensar que habiendo mamado la misma leche y compartido infancia, los frutos de ésta y de aquella fueran parejos, pero es evidente que no es así y los hermanos de un cazador nos siempre salen con afición. El mío, sin ir más lejos, sería incapaz de disparar sobre un corazón latiente; ya no hablo de madrugar, hacer cientos de kilómetros, ni de dejarse querer por las zarzas, peajes que nosotros asumimos con cierta secreta satisfacción y que él – como tantos otros- los viste de castigos en cualquier caso prescindibles.



Sin embargo, cierto es que alguna urdimbre debe trabarse entre una generación y otra, una suerte de linaje cinegético, puesto que, salvo alguna raras excepciones, todo cazador tiene un referente más o menos lejano que le contagió, quizá sin buscarlo, esta pulsión de difícil cura que es la caza. Para pasar un testigo hacen falta siempre dos manos de distinto dueño. Es un relevo cinegético que puede saltar de una rama a otra del árbol genealógico de manera un tanto imprevisible. 



Al margen de nuestra filiación, nuestro barro cinegético está cocido con los más distintos materiales. El mío, por ejemplo, se fraguó en los rastrojos del amanecer, en las regueras de carrizo y juncos de las codornices o en las esperas a la orilla del monte. Otros, serán cazadores por razón de una ballesta o de un tirachinas que alguien puso en su infancia; por una ladra a tiempo, o por un cuchillo que no tembló en su mano a la hora de hacer propia una sangre ajena. Aquí no hay reglas y la lista podría ser infinita.



Lo que otros quizá desdeñen, a nosotros nos vale de asidero y de sustancia íntima; la vida y lo que en ella nos sucede, nos va conformando, tallando, como buriles en las manos invisibles y trabajadoras del tiempo, que nunca descansa y que está ahí para hacernos como somos. Para todo cazador, estas causas y estos azares son, se quiera o no, las piezas de nuestro puzzle; también, claro, nuestra memoria de la espada y nuestro solitario sol de poniente.

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