Increíblemente
soy
también la memoria de una espada
y
la de un solitario sol de poniente
que
se dispersa en oro, en sombra, en nada. (“La Rosa profunda” J.L. Borges)
No juzgaría fácil averiguar qué oscuros arcanos hacen del
hombre de aquí y de ahora – que no come de lo que mata- un cazador. Fuera de
evidentes e inextricables razones genéticas, los hechos que llevan al hombre de
la mano a la caza son tan diversos como las piedras y tan subjetivos como un
atardecer; pues para lo que a uno es llave que abre, es para otro cerrojo, muro
o, simplemente, nada. Esta es ley que vale para todos los órdenes de la vida, y
la caza, en esto, no hace excepción.
Sin embargo, cierto es que alguna
urdimbre debe trabarse entre una generación y otra, una suerte de linaje
cinegético, puesto que, salvo alguna raras excepciones, todo cazador tiene un
referente más o menos lejano que le contagió, quizá sin buscarlo, esta pulsión
de difícil cura que es la caza. Para pasar un testigo hacen falta siempre dos
manos de distinto dueño. Es un relevo cinegético que puede saltar de una rama a
otra del árbol genealógico de manera un tanto imprevisible.
Al margen de nuestra filiación,
nuestro barro cinegético está cocido con los más distintos materiales. El mío,
por ejemplo, se fraguó en los rastrojos del amanecer, en las regueras de
carrizo y juncos de las codornices o en las esperas a la orilla del monte.
Otros, serán cazadores por razón de una ballesta o de un tirachinas que alguien
puso en su infancia; por una ladra a tiempo, o por un cuchillo que no tembló en
su mano a la hora de hacer propia una sangre ajena. Aquí no hay reglas y la
lista podría ser infinita.
Lo que otros quizá desdeñen, a nosotros
nos vale de asidero y de sustancia íntima; la vida y lo que en ella nos sucede,
nos va conformando, tallando, como buriles en las manos invisibles y
trabajadoras del tiempo, que nunca descansa y que está ahí para hacernos como
somos. Para todo cazador, estas causas y estos azares son, se quiera o no, las
piezas de nuestro puzzle; también, claro, nuestra memoria de la espada y
nuestro solitario sol de poniente.
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