Con
cariño para quienes se conocieron por carta o, más recientemente, a
través de Internet.
Todo comenzó unos meses antes, cuando el vuelo de un verso
de él despertó un relámpago en la espalda de ella. Ella rápido metió la mano en
el saco y rezó para que de él saliera la metáfora que remedara su verso con el
retardo de un trueno. Probó y tuvo suerte. La metáfora atravesó la luz de los
cables para coronar el sexo de él con una pequeña vibración, un simple aviso
del mar que aquellas palabras abría delante de sus ojos.
Con los primeros versos se tentaron en la distancia como
dos animales ciegos que se buscan en la noche. Después llegaron los adjetivos,
en oleadas, como guantes de niebla dispuestos a erizar la piel de sus nucas (un
adjetivo siempre esconde una intención, no conviene olvidarlo).
Las palabras sacaron el agua sucia de los pozos, baldearon
la sal seca de sus corazones acorchados y tendieron un capote a la luna para
cambiarle la querencia de su monótona palidez. Todo quedó, como por azar –no
podía ser de otra manera- listo para el encuentro.
Allí, en la misma habitación, estaban los dos viejos desconocidos.
Sabían que había llegado el final de la cuenta atrás hacia el silencio de
olvido o de luz que habían trabajado, letra a letra, durante meses. Como es
natural en estos casos, se amaron sin palabras; amordazaron los diccionarios y precintaron sus gargantas para entregarse, envueltos en una penumbra de
silencio, como dos animales ciegos que se encuentran en plena noche.
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