Estas líneas las escribí alla por 1994 - tomándole prestado el título de la magnífica novela de Ernesto Sábato "Sobre héroes y tumbas" - tras el genocidio en Ruanda. Veinte años más tarde tristemente compruebo que en el mundo sigue habiendo muchas Janes vendiendo tomates y mucho aprendiz de Goebbles correteando en el llamado Primer Mundo.
Jane Murekatete vende tomates en una esquina de una calle de Gatenga, en Ruanda, para que sobrevivan los cinco hermanos vivos que le quedan. Tiene dieciocho años y es Tutsi. A sus padres y a otros cinco hermanos los carnearon a machetazos una noche negra en abril de 1.994. Jane Murakatete no llora, sus ojos están amojamados de tanta muerte. En los sueños de Jane todavía se cuela, entre canción y canción, la voz del locutor de Radio Mille Colines -la emisora de Félicien Kabuga-, animando a la población Hutu a aplastar a las cucarachas Tutsi. Félicien Kabuga es un genocida, el Goebbles de Ruanda; junto a él, Tharcisse Renhazo y Augustin Bizimungu, amparados en la “akazu” –la mafia que hasta 1.994 parasitaba el poder- hicieron windsurf a lomos de una ola de espanto, enloqueciendo a muchos descerebrados hutus que entraron en el Guiness por masacrar 800.000 tutsis (300.000 niños) a razón de 333 personas por hora.
Kabuga pasea de cuando en cuando su palmito de sátrapa por
los pasillos de Bruselas, Congo o Alemania, a pesar de existir una orden de
detención del Tribunal Penal de Naciones Unidas para Ruanda. Jane Murakatete
arrastra dos horas al día sus pies negros para ir a buscar tomates al Mercado
Central y luego venderlos y dar de comer al silencio apagado de sus hermanos.
Jane sabe que el tiempo cuela su arena imparable por la garganta estrecha de
una cuenta atrás que ya ha comenzado para que el miedo a una nueva masacre
despliegue de nuevo sus alas negras sobre Ruanda. En el vecino Congo se
enquista el cáncer de un ejército de extremistas hutus aullando su odio,
esperando el momento oportuno para enarbolar de nuevo el remolino de machetes
que acabe la labor que siete años atrás dejaron a medias. El presidente actual,
Paul Kagame, asiste al baile impune de preparativos en el país vecino
preparando sus milicias. Renzaho, el Himmler ruandés, organiza desde el Congo
la muerte hecha ejército y viaja libre de miedos a Corea del Sur o a Tailandia
para comprar armas con el dinero que el rico Kabuga sacó de Suiza, el país
ungido por la neutralidad ruin de los intereses bancarios que dio calor y asilo
a Kabuga desde que huyó de Ruanda hasta que unos periodistas descubrieron su
despreciable presencia en tierras de Heidi.
Al primer mundo se la suda que
los sueños de los negros tutsis de Ruanda se pueblen cada noche del sonido
opaco de los machetazos. La egalité, liberté y fraternité de los franceses
financió, sin veta de escrúpulo, al Gobierno racista del Congo entre 1.990 y
1.994, época en la que se orquestó la sinfonía genocida; los servicios de
información europeos y americanos, que con tanto esmero le buscaron las vueltas
a Pinochet –quien no llegó, en diecisiete años de dictadura, a matar lo que sus
colegas ruandeses en cien días- o al íncubo de Milosevic, no emplean su arte
clouseouniano en pistear el hedor de los cuarenta y seis criminales sobre los
que el Tribunal Penal Internacional emitió una orden de búsqueda y captura, y
de los que sólo ocho han sido condenados. Los habitantes del viejo continente
ponemos los ojos agudísimos en el césped de San Siro para ver la final de la
Champion y exhibimos nuestra peor miopía ante los pasaportes falsos que
funcionarios corruptos de Kenia extienden a monsieur Kabuga para que viaje en primera
al regazo de Europa, esta vieja puta que da dormida en Bruselas a ocho de los
criminales buscados por el Gobierno Ruandés.
Jane Murekatete tiene 18 años y
aparenta 50 porque le robaron, a punta de machete, la juventud. Hoy vende
tomates por las calles de Gatenga: los tomates de una infancia que el filo de
los cuchillos cercenó cuando tenía nueve años, diez hermanos y dos padres. A
Jane, los interamhawe – milicias de asalto ejecutoras de la masacre – le
segaron, durante aquel abril que granizó cuchillos, el fruto todavía en flor de
su risa. Miles de Janes arrastran en
Ruanda los tomates de nuestra vergüenza, la que hemos dejado olvidada para no
ver que el espanto que rugió hace siete años borbotea de nuevo su pavura en el
Congo, esperando el momento de vomitar su machetes ante la indiferencia
mediática e institucional del primer mundo.
Es una lástima que la muerte y el
desgarro de muchas familias se haya convertido en la opción por defecto cuando
hablamos del África negra; que sintamos el dolor de los negros como un dolor de
segunda división. Ahora que se nos llena el pecho con el aire comprimido de la
Globalización, con la instantánea y universal Red de Redes; ahora que el primer
mundo se codifica en un sinfín de ceros y unos, Jane tiene que caminar su
hambre cada mañana en busca de tomates para vender, esperando el día en que una
bota militar hutu los aplaste en un gazpacho siniestro.
Levanto mi dedo de
rabia y señalo con él –aunque sea de mala educación- a Kabuga y sus acólitos, a
las mafias kenyatas, al cobijo cómplice del Congo, al repugnante tío Gilito
suizo, a las altas y vanas instituciones internacionales, a los gobiernos que
racanean un 0.7, y por último, a la epidemia atroz de egoísmo e hipocresía que
padecemos los que tiramos a la basura los tomates sobrantes de la ensalada.
Llegará un día en el que de nuevo los cadáveres tutsis llenen los telediarios,
y antes que la muerte y el Sida regenerados, nos llamará la atención la voz del
locutor apreciando el hecho singularísimo de que en Ruanda no hay perros porque
los soldados de la ONU los mataron en 1.994, cuando carroñeaban su hambre sobre
los cadáveres mutilados de los hermanos de Jane.
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