Nota: Este texto lo escribí en tiempos
del anterior Papa, allá por el año 2000; nuestro actual Papa, sí cuenta con mi
simpatía.
He pasado, junto unos amigos,
cinco días de vacaciones en Roma. Me habían dicho que Roma era “la ciudad”. No
se equivocaban. Mis ojillos se asomaron al mundo romano en la Piazza Navona,
una plaza elíptica salpicada por fuentes esculpidas por Bernini; dos manzanas
más allá se levanta, como un gigante momificado, el Panteón; al otro lado de la
Plaza Navona, el Campo di Fiori, donde en las mañanas, uno, sin querer, busca
entre las flores y las verduras de los puestos del mercado el escote brutal de
la Loren o la mirada cálida de Mastroianni.
Pero no quiero hablaros de Bernini,
ni de Caravaggio, ni de Fellini; tampoco de las ruinas del foro, cubiertas en
parte por el imbécil megalómano de Mussolini que decidió ocultarlas para
construir no sólo el bodrio colosal del palacio de Vittorio Emanuele II sino
también para abrir una calzada lo suficientemente ancha para que su ejército
desfilara ante su mirada de dictador. No, quiero hablaros de las iglesias que
salpimentan las calles romanas y, en especial, del Vaticano.
Y es que Roma, a la vuelta de
cualquier esquina, puede sorprenderte con una iglesia convertida en nido de
mosaicos bizantinos, o en tálamo donde esculturas de Miguel Ángel reposen su
eterno sueño de mármol; o en refugio para que los claroscuros fantásticos de
los cuadros de Caravaggio se cobijen de la intemperie mediterránea arropados
por bóvedas sobre cuyo estuco han pasado los mejores pinceles renacentistas.
Además de ser ágrafo en materia religiosa, tampoco ando muy suelto en esto de
la historia del arte, por eso, me limitaba a girar con las manos la boina,
mientras mis ojos terminaban de creerse tanta belleza.
Cuando creí haberlo visto todo,
fuimos al Vaticano. Primero, y tras dos largas horas de cola, atravesamos en
manada las salas del Museo Vaticano hasta llegar a la Capilla Sixtina; de ahí,
atravesando la plaza, nos adentramos en San Pedro: primero, a ras del suelo, y
después, desde las alturas vertiginosas de su cúpula.
Yo, que, como digo, no creo en
Dioses, Trinidades, ni en vidas ultraterrenas, me vi absolutamente desbordado,
amedrentado, por la convulsión simultánea de arquitectura, escultura y
pintura, hermanadas en la tarea común de dejar claro, a golpe de belleza, la
colosal distancia que existe entre el corazón vaticano y el que late en el
pecho de los mortales de a pie que, a esas alturas, ya estábamos convencidos
de la verdad de nuestro paso insignificante por este valle de lágrimas.
Como ayuno en esto de la
religión, no entiendo mucho este despliegue de medios, esta orgía de arte en el
origen piedra de la iglesia. Recuerdo haber oído, durante los tiempos de
catequesis, que la iglesia debía esparcir por la tierra la palabra de
Jesucristo: ese maravilloso paria de Galilea que llevaba, bajo la túnica raída
de miseria, el secreto de una paloma blanca de amor y que prefirió siempre el
lado débil de la balanza, las manos carpinteras, y las sandalias desheredadas
de los ilotas del Imperio Romano. Por eso, ésta eclosión de oros y mármoles no
me cuadra.
Sí, ya sé que tantos tesoros y
riquezas son parte del legado histórico, del fruto creativo del árbol de los
siglos, pero es que este mecenazgo de sotana me amosca por la desproporción de
medios que emplea para esparcir el mensaje de esperanza en el hombre que
llevaba anillado en la pata - como buen palomo que era - el Espíritu Santo.
Debéis creerme si os digo que la plaza de San Pedro te cubre como un macho
omnímodo; que la grandeza de sus columnas, de los santos que la cercan desde
las alturas, que el paroxismo de lujo que habita la casa oficial de Dios,
parece estar más puesto al servicio de un Dios cabreado y poderoso, más cercano
a Júpiter o a Mázinger Zeta, que al de aquel hijo de carpintero al que clavaron
de pies y manos en una cruz por predicar en el desierto sus palabras de paz.
La opulencia vaticana es un
camello imposible para la aguja de cualquier Reino de Justicia; es un insulto
para todas las monjas y sacerdotes que siembran a pie de fabela la semilla
solidaria de su entrega. La catedral de San Pedro es el Becerro de Oro de la
Iglesia que olvidó que Cristo nació en un pesebre; es el Caballo de Troya de la
mafia de sotana. Siento compasión hacia los que comulgan con esta mistificación
sin gracia de la palabra de Jesucristo convirtiéndose así en cómplices de la
burla suntuosa y atroz que es El Vaticano para todos los que mueren de hambre,
de SIDA, o de miseria por el mundo, convencidos de que un Reino de Justicia
abre sus puertas más allá de los filos sombríos de la guadaña.
Yo no sé qué podría hacer la
Iglesia –aparte de pedir perdón- con este exceso inútil de oro; ni sé qué
magia negra oculta utiliza para que, a la mayoría del vecindario, no le llame
la atención este desfase entre medios y fines; bueno, sí lo sé: la muerte
acojona y una vida eterna y párvula es carnada suficiente para tragarse las
ruedas de molino con las que, siglo a siglo, la Iglesia ha ido llenando la
hucha. La promesa estúpida y maniquea de un premio o un castigo eternos es un
guante blanco para una mano de uñas negras, una varita mágica para mantener
hipnotizado al personal con el poder urbi et orbi de la infalibilidad ex
cathedra de un Jefe con solideo de patriarca y alma retrógrada.
Supongo que estas mismas
reflexiones me saldrían si se hablara de La Meca, o la ciudad-templo maya de
Chitchén Itzá, pero el Vaticano me toca más de cerca porque estoy apuntado en
sus listas. Yo sé muy poco de religión, por eso me he limitado a hacer una
crítica ornamental o estética de lo que he visto con estos ojos –que se
han de comer la tierra- en el epicentro de la Iglesia Católica, sin entrar a
valorar el devenir de su obra. Por eso no voy a hablar aquí de Galileo,
Giordano Bruno, Inquisición, SIDA, Pinochet, Escribá de Balaguer, Franco,
ETA, sexualidad, Marciano Vidal, Ratzinger, ni de tantas otras cosas con las
que podría llenar varios folios.
Roma enamora y yo volveré porque
así me lo aseguró una moneda y un deseo promisorio. Roma es el único y mejor
palíndromo de amor, y está muy por encima de las vaticanas bellezas. Por eso,
lo mejor que podéis hacer en Roma es galopar sus calles a lomos de una Vespa
con vuestra Houdrey Hepburn pegada a la espalda; o esperar, que de las aguas
mágicas de la Fontana di Trevi, surja, como una sirena varada en el tiempo, el
morbo nórdico de Anita Ekberg con la terrenal intención de endulzarte la
vida.
Ciao, bambinos.
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