martes, 18 de noviembre de 2014

Vacaciones en Roma.




Nota: Este texto lo escribí en tiempos del anterior Papa, allá por el año 2000; nuestro actual Papa, sí cuenta con mi simpatía.

He pasado, junto unos amigos, cinco días de vacaciones en Roma. Me habían dicho que Roma era “la ciudad”. No se equivocaban. Mis ojillos se asomaron al mundo romano en la Piazza Navona, una plaza elíptica salpicada por fuentes esculpidas por Bernini; dos manzanas más allá se levanta, como un gigante momificado, el Panteón; al otro lado de la Plaza Navona, el Campo di Fiori, donde en las mañanas, uno, sin querer, busca entre las flores y las verduras de los puestos del mercado el escote brutal de la Loren o la mirada cálida de Mastroianni. 


 Pero no quiero hablaros de Bernini, ni de Caravaggio, ni de Fellini; tampoco de las ruinas del foro, cubiertas en parte por el imbécil megalómano de Mussolini que decidió ocultarlas para construir no sólo el bodrio colosal del palacio de Vittorio Emanuele II sino también para abrir una calzada lo suficientemente ancha para que su ejército desfilara ante su mirada de dictador. No, quiero hablaros de las iglesias que salpimentan las calles romanas  y, en especial, del Vaticano.

Y es que Roma, a la vuelta de cualquier esquina, puede sorprenderte con una iglesia convertida en nido de mosaicos bizantinos, o en tálamo donde esculturas de Miguel Ángel reposen su eterno sueño de mármol; o en refugio para que los claroscuros fantásticos de los cuadros de Caravaggio se cobijen de la intemperie mediterránea arropados por bóvedas sobre cuyo estuco han pasado los mejores pinceles renacentistas. Además de ser ágrafo en materia religiosa, tampoco ando muy suelto en esto de la historia del arte, por eso, me limitaba a girar con las manos la boina, mientras mis ojos terminaban de creerse tanta belleza.

Cuando creí haberlo visto todo, fuimos al Vaticano. Primero, y tras dos largas horas de cola, atravesamos en manada las salas del Museo Vaticano hasta llegar a la Capilla Sixtina; de ahí, atravesando la plaza, nos adentramos en San Pedro: primero, a ras del suelo, y después, desde las alturas vertiginosas de su cúpula.

Yo, que, como digo, no creo en Dioses, Trinidades, ni en vidas ultraterrenas, me vi absolutamente desbordado, amedrentado, por la convulsión simultánea  de arquitectura, escultura y pintura, hermanadas en la tarea común de dejar claro, a golpe de belleza, la colosal distancia que existe entre el corazón vaticano y el que late en el pecho de los mortales de a pie que, a esas alturas, ya estábamos convencidos de la verdad de nuestro paso insignificante por este valle de lágrimas.

Como ayuno en esto de la religión, no entiendo mucho este despliegue de medios, esta orgía de arte en el origen piedra de la iglesia. Recuerdo haber oído, durante los tiempos de catequesis, que la iglesia debía esparcir por la tierra la palabra de Jesucristo: ese maravilloso paria de Galilea que llevaba, bajo la túnica raída de miseria, el secreto de una paloma blanca de amor y que prefirió siempre el lado débil de la balanza, las manos carpinteras, y las sandalias desheredadas de los ilotas del Imperio Romano. Por eso, ésta eclosión de oros y mármoles no me cuadra.

Sí, ya sé que tantos tesoros y riquezas son parte del legado histórico, del fruto creativo del árbol de los siglos, pero es que este mecenazgo de sotana me amosca por la desproporción de medios que emplea para esparcir el mensaje de esperanza en el hombre que llevaba anillado en la pata - como buen palomo que era - el Espíritu Santo. Debéis creerme si os digo que la plaza de San Pedro te cubre como un macho omnímodo; que la grandeza de sus columnas, de los santos que la cercan desde las alturas, que el paroxismo de lujo que habita la casa oficial de Dios, parece estar más puesto al servicio de un Dios cabreado y poderoso, más cercano a Júpiter o a Mázinger Zeta, que al de aquel hijo de carpintero al que clavaron de pies y manos en una cruz por predicar en el desierto sus palabras de paz.

La opulencia vaticana es un camello imposible para la aguja de cualquier Reino de Justicia; es un insulto para todas las monjas y sacerdotes que siembran a pie de fabela la semilla solidaria de su entrega. La catedral de San Pedro es el Becerro de Oro de la Iglesia que olvidó que Cristo nació en un pesebre; es el Caballo de Troya de la mafia de sotana. Siento compasión hacia los que comulgan con esta mistificación sin gracia de la palabra de Jesucristo convirtiéndose así en cómplices de la burla suntuosa y atroz que es El Vaticano para todos los que mueren de hambre, de SIDA, o de miseria por el mundo, convencidos de que un Reino de Justicia abre sus puertas más allá de los filos sombríos de la guadaña.

Yo no sé qué podría hacer la Iglesia –aparte de pedir perdón-  con este exceso inútil de oro; ni sé qué magia negra oculta utiliza para que, a la mayoría del vecindario, no le llame la atención este desfase entre medios y fines; bueno, sí lo sé: la muerte acojona y una vida eterna y párvula es carnada suficiente para tragarse las ruedas de molino con las que, siglo a siglo, la Iglesia ha ido llenando la hucha. La promesa estúpida y maniquea de un premio o un castigo eternos es un guante blanco para una mano de uñas negras, una varita mágica para mantener hipnotizado al personal con el poder urbi et orbi de la infalibilidad ex cathedra de un Jefe con solideo de patriarca y alma retrógrada.

Supongo que estas mismas reflexiones me saldrían si se hablara de La Meca, o la ciudad-templo maya de Chitchén Itzá, pero el Vaticano me toca más de cerca porque estoy apuntado en sus listas. Yo sé muy poco de religión, por eso me he limitado a hacer una crítica ornamental o estética  de lo que he visto con estos ojos –que se han de comer la tierra- en el epicentro de la Iglesia Católica, sin entrar a valorar el devenir de su obra. Por eso no voy a hablar aquí de Galileo, Giordano Bruno, Inquisición, SIDA,  Pinochet, Escribá de Balaguer, Franco, ETA, sexualidad, Marciano Vidal, Ratzinger, ni de tantas otras cosas con las que podría llenar varios folios.

Roma enamora y yo volveré porque así me lo aseguró una moneda y un deseo promisorio. Roma es el único y mejor palíndromo de amor, y está muy por encima de las vaticanas bellezas. Por eso, lo mejor que podéis hacer en Roma es galopar sus calles a lomos de una Vespa con vuestra Houdrey Hepburn pegada a la espalda; o esperar, que de las aguas mágicas de la Fontana di Trevi, surja, como una sirena varada en el tiempo, el morbo nórdico de Anita Ekberg con la terrenal intención de endulzarte la vida.

Ciao, bambinos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario