No te quiero. Sí, lo que has
oído, se ha apagado la luz que antes estaba encendida. Qué bien y qué claro me
queda cuando se lo digo al espejo, me permito incluso utilizar una metáfora.
Lástima que no seas tú quien esté delante y sólo mi imagen reflejada en el
espejo del baño acuse recibo de esta declaración de desamor.
He cogido la linterna, he apagado todas las luces de la casa y me he encerrado en el baño. Después, con la luz apagada, he encendido el foco y lo he dirigido justo por debajo de mi barbilla, de forma que el haz de luz ha subido de abajo hacia arriba, en un cono luminoso más intenso en su vértice y más pálido a la altura de mi frente. Este manguerazo amarillo ha hecho siniestras y fantasmales las sombras de mi nariz y de mis pómulos, más afilados mis labios y los ojos más hundidos y acechantes. La luz cambia el tono de la piel, la hace pajiza, como si escondiera el secreto de una enfermedad o de una venganza. Sobrecoge el vacío negro que rodea el halo de luz, lo hace más intenso a puro contraste con lo apagado y sirve de marco improvisado a la luz artificial y protagonista de la linterna que lanza desde el vientre su claridad como el proyector de un cine sobre la sala oscura.
He ensayado un par de sonrisas de medio lado, de esas que los asesinos esbozan en las películas antiguas en blanco y negro,cuando aguardan el ruido asustado de unos tacones bajo la luz marchita de una farola, con la mano oculta bajo la gabardina, acariciando, a la altura del pecho o del estómago, el relieve frío de un cuchillo o de una pistola, como si fuera un animal dormido. Los dientes asoman entre la oscuridad que rodea a la luz de la linterna y la que hay dentro de la boca abierta y muestran su relumbre de arma, su vocación predadora. Me tengo que reír porque me acabo de acordar que tengo hora mañana para el dentista y no puedo imaginarme un lobo con prótesis dental. El sonido de mi risa borra al asesino, como si hubiera arrojado una piedra en un espejo de agua, la risa se hace piedra redentora de sicarios, hasta que poco a poco se va apagando y el agua del espejo va devolviendo los reflejos de un hombre serio bajo la luz viciada y artificial de una linterna. De nuevo el silencio. El silencio empuja mi imaginación hacia fuera. Ahora, el hombre que el espejo refleja es Humphrey Bogart en la medianoche del aeropuerto de Casablanca. De la cisterna viene el ruido de las hélices del bimotor que espera turno en la pista de despegue, para llevarse a Norteamérica los ojos llorosos de su pasado y de su futuro; para arramplar con París, la ciudad que se esconde en la boca entregada y húmeda de Ingrid Bergman. De mis labios ha salido un “eso fue hace mucho tiempo, muñeca” que ya me gustaría que lo hubieras escuchado.
Me he envalentonado al saberme
poseedor de esta imagen imponente porque me he puesto a decir, primero en voz
baja y luego dando más autoridad a mi voz, alguna de las cosas que hubiera
dicho Humphrey, moviendo apenas el cigarrillo de sus labios, a alguna rubia
platino que ocultara cabizbaja bajo las ondas de su pelo una mejilla recién
abofeteada. “Deja de llorar y ponme un whisky sin hielo” o “sécate esas
lágrimas que ya no queda nada que puedas comprar con ellas”. Al terminar esta
frase no he sujetado la risa porque yo nunca sería capaz de decir algo así en
serio. No soy capaz de pedirte que vayas tú algún día a buscar a los chicos al
colegio, como para decirte que me pongas un whisky sin hielo, así, como lo hace
Humphrey, con esa chulería que da la certeza de encontrar obediencia. Claro, a
lo mejor debería probarlo y ahorrarme el “vale, vale” con el que comulgo con mi
cobardía cada vez que discutimos, pero para eso necesitaría ir por la vida con
una linterna apuntándome justo debajo de la barbilla y nadie daría crédito a un
tipo que se engalla sólo con un foco en la mano.
Para comprobar qué le ocurre a mi
voz cuando falta la luz, he apagado también la linterna. La oscuridad me ha sacudido con un golpe de silencio, el
mismo que apenas un segundo antes, sin que yo fuera consciente de ello,
amortiguaba su afonía en el espejo, en
los botes de colonia y en la luz cónica que se desparramaba en un haz sobre mi
cara. A oscuras, el silencio tiene una calidad de lienzo en blanco. En la
oscuridad, el silencio es terciopelo
negro; es una hembra abierta esperando alguna palabra que la siembre. Mi voz
adquiere otra consistencia, sus bordes se distorsionan al contacto con el
silencio oscuro. Con la luz apagada me atrevo a pedirte un poco de respeto, que
es como pedirte un poco de libertad, y mi voz rasga con su espolón de macho la
oscuridad, que parece que fuera otra bien distinta a la mía porque ha salido de
mi garganta en borbotón, con las palabras encrestadas buscando el cuello de su
enemigo. Y el enemigo eres tú. Es así. No pongas esa cara de ofendida que la
conozco y hoy no te va a valer. Sí, eres tú la que está en medio, lastrando
cada paso que quiero dar fuera de la baldosa en la que llevamos quince años
bailando este absurdo chotis.
He encendido de nuevo la
linterna porque me estaba ahogando la oscuridad y me han sorprendido los ojos
que el espejo refleja y en los que no consigo reconocerme del todo porque me
han mirado como si no supieran de quién son los ojos que tienen enfrente.
Inclino levemente la cabeza hacia el pecho y fuerzo la mirada hacia arriba, de
forma que un punto de luz se instala en su parte inferior, haciendo del
tornasol un nuevo iris amarillo que fugazmente se eclipsa en cada parpadeo. He
sujetado la linterna con el cinturón, y mis brazos, movidos por una fuerza
ajena a mí pero a la que obedezco porque también es mía, han crispado mis manos
a la altura de tu cuello imaginario y hasta he podido sentir su calor
estremeciéndose entre mis dedos y escuchar el gorgoteo de una súplica que no ha
podido escapar de tu garganta. Creo que ha sido mi voz la que ha dicho: “Vas a
morir”, mientras la resistencia del espejismo de tus piernas y de tus brazos se
ha hecho cada vez más débil y lejana hasta extinguirse entre mis manos el peso
muerto de tu ausencia.
Durante unos segundos, he
podido sujetar la risa que me ha dado verme convertido en un sayón de
telenovela, en un gañán en la nómina de algún mafioso siciliano. He estado a
punto de encender la luz del baño y terminar de recoger la cocina antes de que
llegues, no vaya a ser que vengas antes de tiempo y tenga que explicarte qué
hago metido en el baño, a oscuras, y con una linterna en la mano; pero no
quiero terminar así mi actuación y defraudar a ese espectador tan exigente que
tengo frente a mí. Por eso, he vuelto a cerrar
mis ojos y a sentir el calor que desprende la linterna sobre mis
mejillas. Me concentro de nuevo en la imagen en blanco y negro del rostro de
Humphrey que escucha, en el aeropuerto, el ruido cada vez más lejano del
avión. Su rostro esta forjado en el dolor
y su mirada se nubla por el humo del cigarrillo que apalanca sus labios y que,
de cuando en cuando, ilumina vagamente su rostro, como los latidos de un
corazón que fuera poco a poco convirtiéndose en ceniza. Mi vida es la mirada
triste de Humphrey. El llanto desobedecido que hay detrás de las solapas
levantadas de su gabardina, es el mío de ahora iluminado por la luz de la
linterna que tirita húmeda en mis ojos. Sé, que en cualquier momento caerán las
lágrimas que apenas se sujetan a los párpados, como caerá la ceniza del cigarro
olvidado entre sus labios. Las lágrimas se hacen ceniza frente al espejo.
He abierto el grifo para
lavarme la cara. Se acabó Humphrey. Se acabó el espía años cuarenta. En el
espejo no hay más que el reflejo de un hombre cansado y triste iluminado por
una linterna que sujeta con el cinturón. Ahora, no veo más mirada que la
desvalida de un maestro de escuela de cuarenta y cinco años, casado y con dos
hijos, que no se atreve a decirle a su mujer ponme un whisky sin hielo y
siéntate porque esto no puede seguir así, que ya la vida me come de años y de
miedo a morir sin decirte que tus ojos hace mucho tiempo que dejaron de ser los
más dulces y azules. Déjame hablar por una vez y sangrar todo el veneno que he
ido acumulando en estos años, a sorbos de silencio y cobardía, por no tener
otra discusión más que acabara en gritos delante de los chicos, o por no oír tu
voz crecida de ira y de desprecio; déjame hablar, que no quiero clavarme más
las uñas en la palma de la mano de tanto apretar los puños por debajo de las
sábanas buscando que el dolor no me dejara llorar, no fuera a ser que te
despertases con mis sollozos de vencido y tuviera que soportar además, el
silencio de tus ojos abiertos y perdidos en la oscuridad del otro lado de la
cama.
Ensayo: “No te quiero, es mejor
que nos separemos”. Se lo digo al espejo y se me atraganta la voz como si fuera
a quedarse ahí, agazapada en el sombrero de ganchillo donde guardas el papel
higiénico, o como si tu cepillo de dientes fuera a venderme por un poco de
pasta. Ya no me río de mis gracias porque el hombre del espejo me mira con cara
de pocos amigos. Yo diría que no le queda ninguno, que los fue dejando atrás
porque poco a poco se quedó sin conversación y sin ganas de vivir, se fue
vaciando de alegría. El hombre del espejo necesita iluminarse parcialmente la
cara para hacer un conjuro pasajero a tanta mediocridad, y convertirse,
mediante la luz sesgada de la linterna, en el dueño de un café en Casablanca
sobre cuyo rostro curtido apenas se disimulan las llagas de un amor que ha
muerto y que no puede o no se atreve a enterrar. Al hombre del espejo sólo le
queda un poco de sentido del humor para reírse de sí mismo, para romper,
linterna en mano, los círculos de un tiempo que poco a poco se ha ido
estrechando sobre su cuello. Sin embargo, hay días, como el de hoy, en
que le traiciona, y le hace llorar. Por eso, la luz de la linterna ya no
recorta siniestra su imagen, porque los espías en blanco y negro no lloran, y
estas lágrimas han aguado las sombras de su cara que ahora aparece en el espejo
como la de un payaso perdido en la lluvia.
Será mejor que apague la
linterna y lave mi cara, porque la rendija de la puerta del baño se ha
encendido con una luz que antes estaba apagada; y eso, desgraciadamente, no es
ninguna metáfora.
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