lunes, 17 de noviembre de 2014

Chocolat


Juliette Binoche, sus labios, su sonrisa como una ciénaga dulce de chocolate. A la Binoche, a su hija, y al canguro imaginario que viaja con ella, les trae un viento frío del norte, un vendaval arisco que abre violentamente la puerta de la iglesia de un pueblo que descansa su belleza medieval en los márgenes de un río. Viene dispuesta a abrir una chocolatería en la que unas veces venderá chocolate, y en otras, remedios achocolatados para males del corazón basadas en fórmulas mayas de cocina del cacao y en la herencia mágica de su abuela errante.



Madre e hija llegan con su afán dulce a un pueblo amargado, en el que el alcalde -que es un Torquemada de cómic- tiraniza, Biblia en mano, incluso los sermones de un párroco domesticado hasta la caricatura por el poder municipal. El hacer dulce de ella (la Binoche) se vuelve chocolate, o sea, tableta a disfrutar, onza a onza; y su alegría libertaria, y su acrática forma de vida, la convierte en el objeto de deseo de un pirata de agua dulce, y en demonio frente al pueblo, que la niega por vender chocolate durante la Cuaresma y por ser espejismo de azúcar en un mundo de vinagre. Sólo unos cuantos parroquianos hacen de ovejas negras – en este caso, blancas-  y le ofrecen su amistad, quizá porque ella - a través del embrujo dulce y caliente de su mirada, o con una taza de chocolate picante- les ha exorcizado de su impotencia, de su amor siempre vacante o de una soledad malquistada por los años.



El devenir del guión tampoco es lo mejor de la película, por previsible y manido. Debo advertir a las amantes de Johny Deep, del morbazo chocolate que les espera cuando lo vean de pirata hippie, con los avíos propios que se le suponen a todo pirata de nuevo cuño, a saber: coleta, barba rala, guitarra acústica, sonrisa nómada, y una indomable fe en la libertad; todo ello, a bordo de una barcaza-comuna varada “ad hoc” para que la Binoche y él se encuentren un camarote como por casualidad.

“Chocolat” no es una película inolvidable, pero sí es un largometraje no apto para diabéticos, absolutamente prohibido para los que estén a régimen, y letal para los que sufran crisis bulímicas de ansiedad ante el escaparate de una pastelería; porque Juliette Binoche hace chocolate con su sonrisa, y con las manos, pastelillos de cacao como pezones oscuros y azucarados, y consigue que las almendras asuman su condición de munición estética y que las figuras quebradizas de chocolate sean sirenas para naufragio dulce de nuestra lengua en un mar oleado de saliva. Santé.


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