La noche del 28 de agosto de 1997, un grupo de unos
400 integristas islámicos arrasaron la aldea de Sidi Rais, a 20 kilómetros de
Argel. Dejaron 256 civiles muertos, entre ellos mujeres y
niños.
Me llamo Abdallah, nací en Argelia hace 30 años y tengo
los dedos agrietados por el hielo y sucios de las aceitunas. Unos dedos
agrietados y sucios no inspiran confianza; tampoco la inspiraba el mar aquella
noche de viento negro en que me embarqué desde Tánger hacia aquel acantilado en
Cádiz de rocas cortadas como cristales en un muro.
Miro mis manos con la escasa luz que entra por esa ventana
y me cuesta creer que estas manos de ahora sirvan para algo más que para
abrirse de frío en enero a los pies de un olivar; que no hace tantos años
llegaron a escribir versos y a bajar cremalleras -que entonces venía a ser lo
mismo- cuando Ahmed estaba conmigo. Entonces, estos dedos que ahora son de
esparto, sabían abrir caminos en la espalda de Ahmed y en su vientre, sin la
vergüenza con que ahora llevan a mi boca el cigarrillo que me dieron antes de
subir aquí.
Siempre, Ahmed, he estado escondiendo las manos, como si
sintiera vergüenza de ellas o tuviera que pedir perdón por una piedra que nunca
llegué a arrojar. Sólo durante aquellos días en las playas de Kristel tuve las
manos libres; solos tú y yo, en aquel paraíso con fecha de caducidad ¿Te
acuerdas? Habíamos terminado la Universidad y conseguimos el dinero suficiente
para fugarnos a la playa. Era nuestro sueño. Conseguimos durante unos días a
orillas del Mediterráneo la Argelia que soñábamos. Impusimos un alto el fuego a
nuestro futuro, a nuestro presente y a nuestras familias; nos dimos una tregua
a nosotros mismos.
Alguien ha abierto la ventanilla. Hace frío. Aquella noche
en que corría monte arriba imaginando policías en cada roca, en cada espino,
también hacía frío. Yo sabía dónde estabas. Tenía en un papel anotado el nombre
del cortijo en el que te escondías. Corría metiendo de cuando en cuando la mano
en el bolsillo para asegurarme que aquel pasaporte hacia ti –hacia mí mismo-
seguía ahí, arrugado y húmedo del mar y del miedo. Llegamos hasta el camión que
nos llevaría al cortijo, en Jaén; otra vez escondido; otra vez a oscuras. Cerré
la mano sobre el papel arrugado y los párpados en la arena cálida de Kristel.
La mano cerrada, como la tengo ahora sobre mi pantalón, muerta de vergüenza
porque ya no sirve para tocarte y porque está aspeada de perder.
El furgón ha dado un frenazo y casi nos salimos de la
carretera. Es curioso, ninguno de los que vamos dentro ha dicho nada. Yo ni
siquiera he sacado la mano del bolsillo. Cuando era niño siempre llevaba las
manos en los bolsillos, muchas veces porque sí, y otras, por esconder algún
caramelo que había robado en los puestos del mercado de Chaat. Argel, entonces,
era una ciudad de luz y tú y yo siempre andábamos juntos, correteando por las
calles de la Alcazaba o buscando la sombra de las higueras en el Cementerio de
las Princesas. No teníamos miedo, no sabíamos qué era. Cómo imaginar que sólo
unos años después tendríamos que sobornar a un policía para poder cruzar,
muertos de miedo y de noche, la frontera con Marruecos -siempre hemos pagado
por cruzar fronteras-, y huir de nuestra vida y de nuestro país. Nos
escondieron en aquel camión que nos llevaría hasta Tánger y después, en la
oscuridad del almacén donde esperábamos turno para cruzar el Estrecho. En
Tánger nos separamos, no había sitio para los dos en la barca y echamos a
suertes cuál se marcharía primero. Después, la llegada al cortijo, y mi alegría
y mi pena de verte tan delgado en aquel cuchitril en el que dormíais, que
apestaba a sudor y a alpechín -ese olor que arrastro en la ropa y en la
memoria-. No podíamos salir, del olivar a la nave y vuelta a empezar, esperando
unos papeles que nunca llegaron. ¿Te das cuenta, Ahmed? No hemos hecho otra
cosa que escondernos, como yo hoy escondo mis manos sucias de aceitunas.
El Guardia Civil me ha dado otro cigarrillo. Nuestro
silencio le incomoda, estoy seguro. Ninguno de los argelinos que vamos en el
furgón ha dicho una palabra. Quiere acabar pronto. Lo veo en su mirada.
Dejarnos en el puerto y que nos metan en el barco que nos llevará de vuelta a
Argelia. Volvemos a nuestro país porque sobramos en el reparto. Nos van a subir
a un barco rumbo a una tierra que ya no es la nuestra, donde es probable que no
pueda esconderme mucho tiempo –sigo escondiéndome- y termine viendo estas
manos, maceradas de varear, agarradas a los barrotes de una cárcel o cruzadas y
muertas sobre mi pecho en alguna operación de limpieza. Este Guardia Civil lo
sabe y por eso no quiere mirarnos a los ojos.
Para la rica Europa,
en Argelia no hay guerra ni persecuciones políticas. En los cafés de Bruselas
no se oye el gorgoteo que sangra de una garganta cuando la degüellan, ni han
visto la mirada sorda y aterrada del que no entiende por qué le van a matar.
Tú, Ahmed, no quisiste ni pudiste olvidarlo. Por eso en tus insomnios seguían
aullando aquellos heraldos del terror vestidos con yilabas y con la cabeza envuelta en un pañuelo negro de espanto que
aquella noche vinieron a bañar de muerte las calles de Rais. Ahmed, sé que
nunca dejaste de oír el sonido opaco y rodante de la cabeza de nuestro amigo
Hafid cuando lo carnearon y decapitaron apenas a un par de metros de donde
estábamos escondidos. Sé que por eso encogías tu cuerpo, acecinado de dolor y
de trabajo, en el jergón del cortijo, como si estuvieras comido de puñales; sé
que por eso despertabas a media noche con las entrañas a medio devorar por los
lobos negros del GIA y por la pena de estar lejos de tu país y de tu familia,
recogiendo aceitunas como si recogieras lágrimas, en esta tierra que hace
siglos fue hermana y que hoy se seca de ignorancia y de dinero. La mirada sin
cuerpo de Hafid se colaba en tus sueños para despertarte mucho antes del
amanecer y así permanecías, inmóvil en el camastro, con los ojos fijos en la
pared y los oídos tapados por tus manos resecas de olivares. Tus manos, Ahmed,
que otras veces me buscaron sedientas, como aquel día de Eid al Fitr en que celebramos a nuestra manera el fin del Ramadán,
y que la noche del veintiocho de agosto de hace 1997, en Rais, dejaron de tener
sed, porque se anegaron para siempre del agua sucia de tanto llanto.
Veo un mar verde de olivares por la ventana del furgón.
Salimos con frío de un mar negro y oleado para varear uno verde, para hacer una
lluvia de aceitunas que nos trajera un poco de olvido y algo de pan. Mira en
qué han quedado todos los poemas que te escribí, todas nuestras promesas de
Kristel: en unas manos que ahora no puedo ni imaginar escribiendo, que están
laceradas de intemperie y de engaños; que están sucias de los olivos y de la
vergüenza de no haber podido hacer otra cosa que levantar inútilmente tu cuerpo
cuando se balanceaba en el columpio siniestro de la soga que habías ceñido
alrededor de tu cuello.
Un olor a mar entra por el enrejado de la ventana. El
Guardia Civil nos mira y dice:
- Estamos llegando.
- ¿Adónde? – pregunto.
Qué bonito resulta cuando las manos hablan.
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