martes, 16 de diciembre de 2014

Silencios impuros



¡Qué descansada vida
la del que huye el mundanal ruido
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido!
  Fray Luis de León

         Hay algo tan necesario como el pan de cada día,y es la paz de cada día. La paz sin la cual el pan es amargo. 
Amado Nervo 
Cada uno busca su escondida senda donde sabe, donde puede, o donde le dejan. En este siglo que vivimos peligrosamente, el GPS ha privado a las sendas de toda posibilidad de jugar al escondite. Pero aunque la tecnología sea capaz de abarcar lo infinito de manera simultánea, ni los sistemas de navegación vía satélite, ni Internet, ni los ingenieros de la NASA, ni la tecnología  más puntera, son capaces de averiguarle los caminos al alma del hombre, y ahí es donde éste se manifiesta con la chulería de un Dios, pues sabe de lo inexpugnable de ciertas fortalezas emocionales.


Fray Luis de León quizá sea el más conocido, pero no hay poeta que se precie que no le haya cantado a esa paz interior con pinta de sendero. Luis Cernuda, en “Donde habite el olvido”, buscaba su particular camino hacia su paz en los vastos jardines sin aurora donde él sólo fuera memoria de una piedra sepultada entre ortigas. Carlos Bousoño preguntaba si era verdad aquel sendero que se perdía entre la paz de un prado, aquel otero puro que tantas veces había mirado con candor primero.

Pero como el hombre tiene más gustos que colores da la luz, los hay que encuentran su escondida senda en una tribuna del Bernabeu, haciendo siete bajo par con un guante blanco en la mano izquierda, o pergeñando, durante una lluviosa tarde de domingo y rodeado de los acordes mágicos de una sonata de Bach, la arboladura de una reproducción a escala del Juan Sebastián Elcano. Nada que objetar. No le quito ni le pongo mérito a uno frente a otro: José Hierro escribió gran parte de sus poemas en la mesa de un bar atestado de gente y ahí está la maravilla de su obra.

A mí, sin embargo, para que me sepa bien el caldo, necesito de un hueso de silencio.  El silencio nace  de la afonía de todos los ruidos. Y digo ruidos y no sonidos, porque aquellos embarran el silencio y éstos le dan muchas veces su dimensión real: hablo del   gorjeo de un pájaro,  del tañido de una campana, de la risa de un niño o del ladrido lejano de un perro. Ese silencio  nutrido de voces es el que a mí me muestra la escondida senda, por eso yo lo mismo la encuentro en las laderas de una sierra agra, tras las perdices; tentando a las truchas con la cucharilla en la torrentera cristalina de un río; o  escribiendo estas líneas mientras mis hijos se ríen cuando se preparan para ir al colegio.


En estos silencios impuros, vacíos de ruido y trufados de voces y de sonidos, encuentro mi escondida senda, ésa que consigue que mi pan de cada día no sea amargo.


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