Mi
unicornio azul
ayer se me perdió, y puede parecer acaso una obsesión, pero no tengo más que un unicornio azul y aunque tuviera dos yo sólo quiero aquel.
(Silvio
Rodríguez)
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Confieso que sentí cierta vergüenza cuando me enteré que
aquel tío lejano, a quien apenas conocí en vida, me había dejado, al morir, su
rifle de caza. Era cierto que yo era el único sobrino al que le tiraba el
monte, pero mi experiencia con la caza tampoco iba mucho más allá de los cerros
y de los rastrojos cercanos a mi pueblo, detrás de las perdices o de los
conejos, con la vieja escopeta de perrillos de mi abuelo, que también había
heredado, como un testigo en el relevo de las generaciones.
Cuando por vez primera lo saqué de la funda, me sorprendió
su peso, la amenazante precisión con la que se articulaban sus piezas, el
sonido metálico y sordo del cerrojo en su movimiento siempre idéntico. Me
impresionó saber de su capacidad para dar muerte a pesar de la distancia, y el
escalofrío que sentí quizá vino de imaginar lo fácil que sería poner fin a toda
la pena que me dejó - también en herencia - Charo, mi mujer, cuando dos meses
atrás un mal cáncer se la llevó de casa.
Con el paso de los días, su falta me había llevado a una
suerte de inercia por la que me dejaba arrastrar, indiferente a casi todo lo
que me rodeaba. Iba a trabajar, comía y dormía de la mano de la rutina; hasta
cazaba sólo porque así lo hacía siempre que estaba en el pueblo. Seguramente
por intentar hacer algo distinto, decidí ir aquel fin de semana de septiembre a
recechar un corzo. Nunca lo había hecho y ahora tenía la excusa del rifle para
intentarlo.
Bien temprano me levanté aquel domingo para comprobar, una
vez más, que Charo no estaba al otro lado de la cama. De ella me acordé
intensamente al colocar las balas en el peine y en la recámara. Con el rifle al
hombro - y con su recuerdo- fui por vez
primera tras el corzo a una muela no muy lejana del pueblo, que estaba espesa
de chaparras en las laderas y en cuya cima un pequeño manantial daba verdor y
frescura al pasto. Era casi de noche. A
oscuras y con más fatiga de la cuenta
llegué donde el pastor me dijo haber visto un gran corzo. Ya se sabe que los pastores son fuente de
primer orden para esto de la caza, sobre todo, si ellos no son cazadores. Me acoplé en unas pequeñas piedras que hacían
de altillo y desde las que se dominaba mejor el movimiento del campo, que en
aquella hora bruja en la que noche y alba se diluyen, borboteaba de vida
animal.
Pasaron los minutos y el monte fue definiendo sus perfiles
con la luz lechosa del amanecer. Quizá fuera el contraste brutal entre mi
soledad tremenda y el despliegue de vida que tenía ante los ojos lo que me
llevó a llorar, tímidamente, casi con vergüenza, al principio; desconsoladamente,
después. No sé bien cuándo decidí meter el cañón del rifle en mi boca. Sé que
el dedo pulgar quitó el seguro. Quería acabar. Dos torcaces abandonaron
estrepitosamente un chaparro. Inevitablemente mi mirada se fue con ellas. El
dedo índice se resistía a subir hacia el gatillo. Ya el cañón estaba húmedo por
mi saliva y una especie de temblor se había apoderado de mí. Fue entonces
cuando le vi, ramoneando unos brotes tiernos cerca de la junquera del
manantial. El corzo, mi corzo, estaba allí con más hechura de visión que de
presa.
Algún arcano mandato que todavía hoy no alcanzo a
comprender me hizo tomar conciencia de la realidad. Lentamente giré el rifle y lo encaré. Metí al
corzo en el visor. Aumenté su imagen. El animal me estaba mirando, sin verme –
o al menos eso quiero creer- como advirtiendo inconscientemente mi presencia.
Dos cuernos altos, gruesos y perlados, recios, le proyectaban hacia arriba.
Posé la cruz en la paletilla. Noté en la piel de la cara el cauce seco y
tirante de unas lágrimas que ya se habían hecho antiguas. Supe de sobra que no
iba a disparar sobre el que había salido de las tinieblas del monte para
salvarme.
El viento dio un sesgo y llevó a su nariz mi olor de
hombre asustado. Ladró, como despidiéndose, y de una carrera se adentró de
nuevo en la espesura. Puse el seguro y apoyé el arma en unas ramas. Cerré los
ojos e inspiré profundo para empaparme de aquella paz que me iba ganando.
Escuché la algarabía de pájaros, el chirriar de los vencejos y el olor a verano
de las entrañas del monte. De no ser ateo diría que estaba rezando.
Ya bien entrada la mañana tomé de nuevo el rifle entre mis
manos. Saqué las balas y lo colgué de mi hombro. Muy despacio, disfrutando del
lujo de no tener prisa, caminé de vuelta a casa, sintiéndome parte y no intruso
de aquel espejismo de tiempo dilatado en el que había estado a punto de morir.
.- ¿Diste con él? – me preguntó el pastor.
.- No, estuve un buen rato y no vi nada- respondí.
Varias veces he vuelto a la misma hora y al mismo sitio,
ya con el recuerdo de Charo a mi lado acompañándome sin dolor. No lo he visto
más. Mejor así. En esas mañanas tras el corzo he visto pelearse a las liebres,
ventear rastros al zorro, hocicar a los marranos. El rececho del corzo se
convirtió en una excusa para perder – ganar- el tiempo en el corazón del campo,
para encontrarme las raíces y dejar que por ellas se renovara la savia.
Quiero creer que mi particular unicornio todavía anda por
alguna fronda, quizá muy lejos de aquel manantial en el que yo le vi, buscando
cazadores tristes para tatuarles en la memoria la imagen de un corzo saliendo
del monte para hacerse sueño, o viceversa.
Brutal.
ResponderEliminarMe lo recomendó Charly y ahora entiendo por qué. Impresionante.
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