Primero fue un hormigueo, como un rumor que naciera bajo
la piel para llenarle los dedos de gorgojos; después, una sensación de abandono
en las manos y en los pies, entumecidos por un frío que el resto de su cuerpo
no sentía, parecía que se hubieran vuelto de madera mojada. Los médicos coincidieron en el diagnóstico:
esclerosis múltiple; sin embargo, él
sabía – sentía- que se trataba de otra cosa.
En esas condiciones no debía actuar, pero Maese Goro se
hubiera puesto hecho una furia porque su número era el que más éxito tenía de
toda la representación. Su gran nariz se hacía pequeña con cada mentira. Le
llamaban Chonopi, el Payaso de las Mentiras. Los perros con
plumas, los peces del cielo y el elefante funambulista dejaban tarde a tarde su
narigón bajo mínimos. Salía a la pista con un manojo de globos y una levita de
arlequín. Por una mentira, un globo, ése era el trato. Pero día a día fue
quedándose cada vez más corto de mentiras, porque cuando intentaba elegir el
cordel de un globo, otro se escapaba del manojo sin que sus manos entumecidas pudieran
evitarlo. Los números quedaban flojos y Maese Goro cada vez más enfadado.
Él mismo no sabría decir – de poder hoy preguntárselo-
cuándo comenzó a sentir aquella extraña atracción hacia la lluvia y hacia el
viento. En los días de tormenta, sus compañeros le veían pasar las horas
muertas en un jardín cercano, sonriendo, con los pies cubiertos de tierra y los
brazos y las manos abiertas, como si fueran ramas. Llegó el día en el que ya no
pudo actuar. Aquella noche un terrible aguacero a punto estuvo de arrancar la
carpa de cuajo. Fue al día siguiente cuando Cereza, la mujer de la nariz roja,
encontró en el jardín aquel extraño árbol con hojas de colores en cuya corteza
podía adivinarse la sonrisa blanca e infantil de los payasos.
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