lunes, 23 de marzo de 2015

Chonopi, un cuento al revés.



Primero fue un hormigueo, como un rumor que naciera bajo la piel para llenarle los dedos de gorgojos; después, una sensación de abandono en las manos y en los pies, entumecidos por un frío que el resto de su cuerpo no sentía, parecía que se hubieran vuelto de madera mojada.  Los médicos coincidieron en el diagnóstico: esclerosis múltiple;  sin embargo, él sabía – sentía- que se trataba de otra cosa.

En esas condiciones no debía actuar, pero Maese Goro se hubiera puesto hecho una furia porque su número era el que más éxito tenía de toda la representación. Su gran nariz se hacía pequeña con cada mentira. Le llamaban  Chonopi, el  Payaso de las Mentiras. Los perros con plumas, los peces del cielo y el elefante funambulista dejaban tarde a tarde su narigón bajo mínimos. Salía a la pista con un manojo de globos y una levita de arlequín. Por una mentira, un globo, ése era el trato. Pero día a día fue quedándose cada vez más corto de mentiras, porque cuando intentaba elegir el cordel de un globo, otro se escapaba del manojo sin que sus manos entumecidas pudieran evitarlo. Los números quedaban flojos y Maese Goro cada vez más enfadado.

Él mismo no sabría decir – de poder hoy preguntárselo- cuándo comenzó a sentir aquella extraña atracción hacia la lluvia y hacia el viento. En los días de tormenta, sus compañeros le veían pasar las horas muertas en un jardín cercano, sonriendo, con los pies cubiertos de tierra y los brazos y las manos abiertas, como si fueran ramas. Llegó el día en el que ya no pudo actuar. Aquella noche un terrible aguacero a punto estuvo de arrancar la carpa de cuajo. Fue al día siguiente cuando Cereza, la mujer de la nariz roja, encontró en el jardín aquel extraño árbol con hojas de colores en cuya corteza podía adivinarse la sonrisa blanca e infantil de los payasos.



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