martes, 3 de marzo de 2015

Pipo, el bueno.



Cuando las puertas del furgón se cerraron, Pipo sintió algo así como una caída interior, una tristeza súbita y definitiva. Aquel quebranto le venía del estómago, que es donde los perros sienten primero las desgracias, por eso, cuando vio alejarse la imagen de su dueña a través del cristal sucio del portón, supo que nunca la volvería a ver y que todo lo más tendría que conformarse con su recuerdo. Quizá por eso se tumbó, cerró los ojos  y dejó que los baches de la carretera le ganaran algo parecido al sueño: el duermevela en el que los perros dejan correr el tiempo cuando éste ya es inútil.


Pipo nació un veintitantos de marzo, con la primavera recién estrenada, aunque sólo en teoría, porque aquella mañana marceña tenía la tibieza olvidada y el frío era tan intenso que se las apañó para meterse en la perrera y quitarle el poco calor que dan las mantas de  paja de las alpacas extendidas. Esa fue la paridera de Boluda, la madre de Pipo, una doga argentina que vio cómo el frío se llevó tres de los seis cachorros que parió.

Gardel, el padre de Pipo, era también un dogo argentino vestido en su pelo blanco por las cicatrices de antiguas peleas. En su cara, como en las de los matones arrabaleros de los tangos, se podía adivinar las huellas de viejos odios, peleas a navaja con otros perros y también con los jabalíes a los que no pudo sujetar a tiempo el morro o el cuello. En su vientre, un siete enorme y mal cosido le había enseñado a entrar a los cochinos añosos sin perderles la cara. El padre de Pipo nunca se achicaba en un agarre, quizá por eso era el preferido del amo y también el jefe de la manada que es una rehala. Hasta los mastines le guardaban las distancias cuando el amo les soltaba en el patio para que estiraran las patas.

.- Cuando Gardel agarra, sobran los demás perros, eso te lo digo yo.
.- Ya será para menos.
.-  Tú no has visto morder a estos perros, son como toros llenos de dientes.

A Boluda, como a todas las perras recién paridas, el tiempo se le iba amamantando a sus tres cachorros, que pronto se hicieron fuertes como potros blancos. Un día, cuando los cachorros ya tenían ocho meses, el amo cerró a todos los perros en sus jaulas y dejó fuera, en el patio, sólo a un hermano de Pipo. Al poco, Pipo sintió una barahúnda de ladridos y chillidos, un fragor de agonía y un tenue olor a herida abierta; al día siguiente, fue su hermana la que repitió aquella extraña liturgia de sangre. Cuando le llegó el turno a Pipo y se quedó sólo en el patio frente a aquel jabalí medianejo y resabiado, se quedó parado, y aunque por los gritos del amo sabía qué era lo que se esperaba de él, no le salió la fiereza ni las ganas de matar en aquella ordalía definitiva para perros de agarre.

-          Este perro va fuera, no tiene cojones – sentenció el amo.

Al recordar aquello, mientras la furgoneta seguía la carretera hacia su futuro cierto, a Pipo le salió algo parecido a una sonrisa. Ahora que tenía reciente el sabor de la sangre se alegró, después de todo, de no haber atacado a aquel cochino cautivo.

Al día siguiente de aquel encuentro con el jabalí, a Pipo lo abandonaron en una carretera lejos de su perrera. Estuvo vagabundeando varios días su hambre y su frío hasta que una tarde vio a una muchacha. Caminaba sola por la carretera, con su mochila a cuestas. Tenía el pelo trenzado y medio naranja, era delgada y gastaba andares hombrunos. Tuvo miedo al acercarse a ella pero le pudo más el olor a comida que adivinaba en la mochila. Al principio, ella se asustó. Pipo era una animal grande, marcado en cada uno de sus músculos, pero al ver que movía el rabo, sumiso, Olga se atrevió a acariciarlo. Después le dio un trozo de pan y el pacto de amistad quedó cerrado. Pensó en atarlo, pero no quiso hacer con Pipo lo que su familia intentó con ella hasta que decidió irse de casa. Lo dejó suelto y el animal le siguió los pasos camino de cualquier lugar, que era justo donde ella se dirigía.

Llegaron a un pueblo. Al anochecer, en una plaza, Olga sacó de la mochila tres diábolos y comenzó a hacer malabarismos ante la mirada crédula de los niños. Pipo la miraba recostado junto a la mochila, guardándola. Se asustó un poco cuando ella sacó una botella de la que sorbía a veces para, a continuación, lanzar fuego por la boca, pero como no se quejaba, le dejó hacer. Cuando el público se fue, Olga recogió las monedas de su gorro y fue con Pipo a una tienda en la que todavía había luz.

.- Pan, salchichón y una lata de carne para perros. Casi como en Navidad, Pipo.

Acostumbrado como estaba a los escasos caparazones de pollo y al pan duro con los que su antiguo amo los mantenía vivos, a Pipo le faltó llorar al probar aquella pasta parecida a la carne. Olga y Pipo durmieron juntos para darse calor y compartir amistad y quizá alguna pulga.  

Así fueron pasando los días, hasta que durante una de sus actuaciones, a Olga se le cayó un diábolo. Al verlo, Pipo fue a por él y se lo llevó de nuevo a su dueña. Aquello hizo mucha gracia y la gorra tuvo muchas más monedas que en otras ocasiones. Ella decidió incorporar a Pipo en la función de forma que, en casi todos los ejercicios, tenía varios momentos para la torpeza.

.- Si tuvieras el pelo largo te haría unas rastas, Pipo, quedarías monísimo.

Una noche que no hacía mucho frío llegaron a una nueva ciudad,  Olga y Pipo hicieron noche en un edificio a medio derruir, detrás de una especie de habitación a la que le faltaba una pared. Llevarían un par de horas durmiendo cuando a Pipo le despertó un ruido extraño, como de pies arrastrándose. Se puso en guardia y comenzó a gruñir. Olga se despertó en el preciso instante en el que tres sombras entraron en la habitación. Eran tres hombres jóvenes, llevaban el pelo engominado y despedían un intenso olor a perfume.

.- Vaya, vaya, mira lo que tenemos aquí. Un feriante con pinta de putita. Qué lástima, no nos va a quedar más remedio que civilizarte un poco.

A Pipo, por vez primera en su vida, se le amagaron los belfos y sintió un temblor que le venía del pecho y de las mandíbulas, como un continuado calambre de ira. Uno de ellos sacó una navaja y se la puso en el cuello a Olga.

.- Quieto Pipo, quieto, bonito- suplicó Olga.

Los otros dos se acercaron a ella. Le arrancaron la ropa y la tumbaron en el suelo. Ella sólo lloraba en cada vaivén. El de la navaja se reía y pedía turno. De repente, como si se hubiera olvidado de Pipo, dejó la navaja en el suelo para comenzar a tocarse. Pipo saltó sobre él. Lo tiró al suelo y le mordió la mano que buscaba la navaja. Luego, bruscamente, le buscó el cuello. Hundió en él los colmillos y cerró el cepo de dientes. Comenzó a zarandearlo mientras los otros dos hombres le daban patadas en el estómago y en los testículos. Olga no paraba de gritar tapándose los oídos con las manos, en cuclillas contra una pared. Pipo no soltaba. Su boca se llenó pronto de sangre. Salía a borbotones del cuello del hombre. Comenzaron a pegarle con una barra de hierro. Parecía como si Pipo no pudiera sentir dolor, como si todo él fueran sus mandíbulas y sus ganas de matar. El cuerpo del hombre quedó inerte, los otros dos se miraron y comenzaron a correr en el preciso instante en el que Pipo soltó la mordida. Los siguió hasta la puerta pero los gritos de Olga le detuvieron.

Pipo fue hacia ella y comenzó a lamer su brazo. Lo dejó manchado de sangre. Después, se tumbó a su lado, a escucharle el llanto. Al amanecer comenzaron a oírse las sirenas. Se hicieron cada vez más próximas hasta detenerse en el edificio en ruinas.

Fue la propia Olga, envuelta en una manta, quien cogió a Pipo del pañuelo anudado que le servía de collar y lo metió en la furgoneta. Después, un policía cerró y Olga vio alejarse a Pipo a través del cristal sucio del portón.




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