martes, 3 de marzo de 2015

Nos vemos (septiembre de 2004)



 “Mire no sea perezoso, sino levántese de la cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado..”

Don Quijote de la Mancha (Capítulo  LXXIV)

A mi tío Antonio

 No hay marino que se precie que no guarde su rosa de los vientos en una caja de zapatos. Todos tenemos una fotografía a la que de cuando en cuando acudimos a llorar. Son referentes que uno guarda, quizás de forma inconsciente, pero que igual hacen de guía cuando no se encuentra la senda por más palos de ciego que se den.
 Este pasado mes de septiembre se fue alguien que siempre habitará en la caja de galletas de mi infancia. La muerte pudo con mi tío Antonio y se lo llevó a buscar las querencias que tienen las perdices de la otra orilla. En el cementerio de Vicálvaro comprobé que Antonio Machado tenía razón: Un golpe de ataúd en tierra es algo perfectamente serio.



Él encontró el horcate de encina para mi primer tirachinas; me dio el gusto por las esperas y por los perros; me enseñó a cargar las ballestas metiendo la mano por debajo; a respetar la escopeta y a no meter el dedo en el gatillo salvo para disparar; a alcanzar pollos de perdiz a la carrera; a no pisar los escarbaderos de los conejos por si en ellos me dejaba el pie; a aguantar la sed de agosto; a apretar los dientes ante el cansancio; a robar un melón cuando hacía hambre; a coger cangrejos a mano; a distinguir la planta del té de la de la manzanilla; a necesitar pocas cosas en el monte. No son chicas las enseñanzas; los cazadores de teta saben de qué hablo.



A los que no creemos en más vida que en ésta que pasa velozmente, la muerte se vuelve doblemente arrogante, por eso se nos hace necesario buscar un mutis por el que escapar de la risa asmática que ella trae a escena. Para su particular delirio, yo lo he encontrado. Sé que ahora mi tío del alma, mi maestro de campo, ya no pasea su vejez por la Plaza de Castilla; ahora su ausencia habita vivamente en cada recodo del monte, en cada olor que trae el viento en sus cambios de sesgo, en la memoria volandera de cada lance. Él se ha hecho chaparro y escarcha, sudor de agosto, cardillo tierno para la azada. Él también se ha hecho palabras, como éstas que ahora escribo. Para los que no nos asiste la fe, la memoria y la imaginación son los únicos paraísos posibles donde la vida que se ha ido huele a eterna.



Por eso no me gustaría – ni a él tampoco- que estas palabras sonaran a réquiem. No estoy yo todavía para escribir elegías. Él me enseñó a disfrutar del campo y es en él donde ahora pienso encontrarle, tal y como lo teníamos secretamente concertado, vestidos los dos de pastores.

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