“Mire no sea perezoso, sino levántese de la cama, y
vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado..”
Don
Quijote de la Mancha (Capítulo LXXIV)
A mi tío Antonio
No hay marino que se precie que no guarde su rosa de los
vientos en una caja de zapatos. Todos tenemos una fotografía a la que de cuando
en cuando acudimos a llorar. Son referentes que uno guarda, quizás de forma
inconsciente, pero que igual hacen de guía cuando no se encuentra la senda por
más palos de ciego que se den.
Este pasado mes de septiembre se fue alguien que
siempre habitará en la caja de galletas de mi infancia. La muerte pudo con mi
tío Antonio y se lo llevó a buscar las querencias que tienen las perdices de la
otra orilla. En el cementerio de Vicálvaro comprobé que Antonio Machado tenía
razón: Un golpe de ataúd en tierra es algo perfectamente serio.
Él encontró el horcate de encina para mi primer
tirachinas; me dio el gusto por las esperas y por los perros; me enseñó a
cargar las ballestas metiendo la mano por debajo; a respetar la escopeta y a no
meter el dedo en el gatillo salvo para disparar; a alcanzar pollos de perdiz a
la carrera; a no pisar los escarbaderos de los conejos por si en ellos me dejaba
el pie; a aguantar la sed de agosto; a apretar los dientes ante el cansancio; a
robar un melón cuando hacía hambre; a coger cangrejos a mano; a distinguir la
planta del té de la de la manzanilla; a necesitar pocas cosas en el monte. No
son chicas las enseñanzas; los cazadores de teta saben de qué hablo.
A los que no creemos en más vida que en ésta que pasa
velozmente, la muerte se vuelve doblemente arrogante, por eso se nos hace
necesario buscar un mutis por el que escapar de la risa asmática que ella trae
a escena. Para su particular delirio, yo lo he encontrado. Sé que ahora mi tío
del alma, mi maestro de campo, ya no pasea su vejez por la Plaza de Castilla;
ahora su ausencia habita vivamente en cada recodo del monte, en cada olor que
trae el viento en sus cambios de sesgo, en la memoria volandera de cada lance.
Él se ha hecho chaparro y escarcha, sudor de agosto, cardillo tierno para la
azada. Él también se ha hecho palabras, como éstas que ahora escribo. Para los
que no nos asiste la fe, la memoria y la imaginación son los únicos paraísos
posibles donde la vida que se ha ido huele a eterna.
Por eso no me gustaría – ni a él tampoco- que estas
palabras sonaran a réquiem. No estoy yo todavía para escribir elegías. Él me
enseñó a disfrutar del campo y es en él donde ahora pienso encontrarle, tal y
como lo teníamos secretamente concertado, vestidos los dos de pastores.
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